Ante las fiestas y el fin de semana, lo comentaba hace poco con unos amigos, estamos observando que, muchas veces, se convierte en abusar del alcohol, de la droga y del sexo. El famoso “botellón” va en contra de la fiesta auténtica y se convierte en un antro de pasiones y violencias. ¿Qué puede aconsejarnos para hacer de la fiesta alegría verdadera y convivencia sana?
Es uno de los temas que nos preocupa a muchos. Tal vez se está llegando a un límite en el que se requiere una reflexión mucho más honda y actuar en consecuencia. Los excesos nunca fueron buenos y ahí tenemos la literatura llena de consejos y de reproches a tales vicios. La Palabra de Dios nos exhorta permanentemente a saber comportarnos con sentido humano y poniendo siempre la mirada en Dios que nos instruye con sus Mandamientos. Quien se cobija en la falsa libertad cae en la autodestrucción de sí mismo y no logra llegar a la madurez personal.
Es conveniente descargar el corazón de angustias egoístas y de mil complicaciones insensatas que devalúan las auténticas relaciones de amistad y fraternidad. Basta pensar en las fiestas populares con todo lo que tienen de entrañable, de sentido cristiano y de ambiente familiar, llegan muchas veces a convertirse en ambientes enrarecidos donde el alcohol y la droga provocan una especie de locura colectiva y como consecuencia viene el desenfreno en todos los aspectos.
Preocupa tal situación y mucho a aquellos que sentimos que la vida es un regalo extraordinario y por ello no hay que malgastarla. El alcohol usado con abuso está haciendo auténticos estragos. Las muertes relacionadas con el exceso de alcohol -dice un gran médico- son quinientas veces más numerosas que las debidas a la heroína. Se calcula que existen en España unos cuatro millones de alcohólicos frente a unos trescientos mil toxicómanos. Ya ha advertido la Organización Mundial de la Salud que la dependencia del alcohol ha llegado a tal grado, cuando se abusa de él, que pone en evidencia perturbaciones mentales o incide negativamente sobre la salud física o psíquica. Provoca una dependencia enfermiza y anula la lucidez mental, con todas las agresividades consecuentes. El sexo se convierte en objeto de pasión descontrolada que lleva consigo efectos muy traumáticos.
La Iglesia como portadora de la mayor alegría que es Jesucristo se une a todo lo que signifique promoción y dignificación del ser humano. Y cuando sus derechos o su vida vienen quebrantados, ella misma advierte y corrige en beneficio de la madurez humana y moral.
No hay mejor amigo que aquel que manifiesta y expone la verdad y por el contrario no hay mayor enemigo que aquel que la calla, la anestesia o la encubre. La sociedad actual está necesitada de faros de luz que orienten e indiquen cuál debe ser el camino mejor para la realización auténtica de la promoción humana y la Iglesia así lo quiere y desea.
La fiesta y la alegría es importante en la vida y nunca se ha de olvidar, ahora bien, siempre con el sentido verdadero y propiciando los medios que ayuden a la integridad de la persona. El ámbito político, social, religioso y familiar no ha de desistir en este empeño. La mejor herencia que dejaremos a nuestros sucesores será lo que se haya construido en positivo y en sana vida moral.