Carta abierta desde la esperanza: Las lágrimas del rostro de la Iglesia

Si el “Dios manifestado en carne” (1Tm 3, 16) lloró; si “Jesús lloró” por su amigo Lázaro (Jn 11,35) y si “lloró por Jerusalén” (Lc 19,41), al vislumbrarla de lejos; ¿cómo no llorará todos los días su Iglesia ante cada hombre y cada pueblo que sufre, que es abatido, y que muere porque se le deja morir, o porque se propicia su muerte? Si, como nos enseñó el Beato Juan Pablo II, el hombre es “el camino primero y fundamental de la Iglesia” (RH, 14). La gloria armoniosa de cada hombre que desde el primer instante de su existencia, desde su concepción en el seno materno, es gloria fecunda de la Iglesia y de la Humanidad prevalece ante las amenazas y derrotas de una sinrazón en la que predomina el egoísmo y lo más inhumano. A veces a la Iglesia, no puede hacer otra cosa, en el cumplimiento de su misión, que llorar. De hecho, es más ella misma cuando las lágrimas acompañan su oración y sus desvelos, su predicación y sus esfuerzos, de la mano de una comunidad humana que clama y que sufre por sus más desafortunados y abandonados hijos. Cuando, por ejemplo, una desgracia no prevista acaba con la vida de hermanos y convecinos, antes que ninguna otra reacción, antes que la mente y que los labios, habla en nosotros el corazón, y con él hablan también nuestros ojos, expresándose con el lenguaje del llanto, ese que ahoga pensamientos y palabras que, ante semejante desagarro interior, terminan por enmudecer. Aún recuerdo el trágico accidente en el que murieron 18 niños. Fui a visitar a las familias y los periodistas me interrogaron, pero no pude contener el llanto y las lágrimas. Al día siguiente en grandes titulares mostrando mi fotografía y en primera página, el rotativo decía: «Las lágrimas de la fe».

2. Los hijos de la Iglesia, que nos sabemos hermanos entre nosotros y con todos los hombres en una unidad más fuerte que la propia sangre, no podemos dejar de compartir el dolor de los que sufren. Y si los pastores, entregados al servicio de los hijos de la Iglesia, y de todos los hombres que comparten su suerte en el camino de la vida, no llorásemos con los que lloran o por los que lloran, hasta hacer de este compadecer parte permanente de nuestro ministerio, no habríamos abrazado el sentido último de nuestra vocación, que no es otra que la de amar al prójimo, a cada prójimo, y amarle de corazón como Jesucristo le ama. Lloramos por todos los que sufren, por los que están solos, por los que han perdido las ganas de luchar, por los que viven bajo condiciones de miseria y de opresión, de abandono y de discriminación, aquí, en nuestros pueblos y ciudades, acuciados por la crisis que soportamos; y allí, en los más recónditos lugares de la tierra, donde la crisis es casi permanente, y donde la pobreza y la ausencia de libertades y de oportunidades siega tantos sueños, y se lleva también, con prematura calamidad, la vida de tantos niños, hombres y mujeres, tan hermanos nuestros como quienes están a nuestro lado. Lloramos también por los más pobres entre los pobres, por las víctimas más inocentes de este tiempo, por los no nacidos -benditos hijos desconocidos- y por todos nosotros que, llamados por inmediato y básico sentido de humanidad, deberíamos haber cuidado de ellos, hemos mirado para otro lado, y no les hemos dejado nacer. Lloro por este pueblo que el Señor ha querido que fuera mi pueblo. Lloro por esos miles de niños que no llegarán a nacer aquí. Lloro por sus madres que, irremediablemente, nunca dejarán de llorar por sus hijos. Lloro por los que les aconsejan, o les inducen, o les llevan a provocar un final así para sus criaturas. Lloro por ellos, por el peso que, aún al principio desechado, terminará por hacerse grave y amargo, y rezo para que lleguen a liberarse de este peso, por el único camino posible, que es la senda del perdón. Las madres que se ven presionadas a algo tan terrible y que a ellas también las destruye sicológica, afectiva y espiritualmente no olviden que la Iglesia como madre les acogerá con misericordia si vuelcan su corazón a la conversión.

3. Lloro por ellos y lloro con ellos, con todos ellos, porque sé que, a la postre, el mal de las mil mascaras puede conseguir confundirnos, pero no puede acallar la voz del corazón humano, común a todos, que clama por la vida, que mendiga el bien, que no puede huir ante la irrenunciable liberación que sólo la verdad y el amor ofrecen. Lloro al saber que aquí, en nuestra tierra, se abren nuevos espacios clínicos en los que, bajo similares focos a los que en los quirófanos sirven para salvar vidas, pasará la sombra de la muerte, en la oscuridad de la sinrazón, en el silencio atroz de sus víctimas inocentes. La sangre inocente cae sobre nuestra tierra. Y aunque el llanto de la Iglesia, se vive, como el de las víctimas de esta humanidad desgarrada, desde la soledad del silencio, creo que es bueno que todos sepan, lo entiendan o no, que sobre todo por estos los más pequeños, la Iglesia y una sociedad sensata y honesta, antes que ninguna otra cosa, solloza y llora, no desde la amargura y la desesperanza, pero si desde el desagarro y la impotencia. Llora y entre tal amargura llama humildemente a la puerta del corazón de todo hombre, para compartir con él esta mirada que no nace de sí misma, sino del don que el Dios de la vida le ha otorgado, y le ha pedido que comparta con todos los hombres de todo tiempo y lugar.

4. Nunca el mal debe justificarse y por muy pequeño que sea nunca se ha de considerar como un bien; siempre se ha de optar por el mayor bien. Quiero dejaros claro en conciencia y con firmeza que no es legítimo suspender una vida en ciernes, que no está en la libertad de los seres humanos ni aniquilar la vida en sus comienzos en las entrañas de una mujer que se ha convertido en madre, ni adelantar la muerte de nadie por considerar que ya no disfruta de una vida humana de calidad. En mi condición de obispo como sucesor de los apóstoles y unido a la piedra secular de la Iglesia que es el papa sucesor de Pedro, uno mi condición de ser humano y como miembro perteneciente a una nación y al sistema democrático, hablo también como ciudadano. Es la razón, que la fe avala y ratifica, la que proclama que no es legítimo segar y destruir una vida. El termómetro que mide la grandeza de una civilización se constata en grados de amor y respeto a la vida. Ni los errores de los padres, ni la permisividad de las relaciones amorosas, ni el amparo de una legislación tan absurda como ilegítima pueden amparar que ningún niño que llama a las puertas de la vida, cualquiera que sea la situación de los padres, sea excluido de la existencia y para más con la crueldad con la que se realiza. No puede incluirse como signo e identidad de la modernidad algo que siempre ha caracterizado la barbarie. Nada que disminuya la dignidad de los seres humanos puede tener garantía de futuro. El suicidio demográfico en el que se está cayendo en occidente provocará unos frutos muy amargos. Sólo una sociedad que apoya a la familia y a la natalidad tendrá futuro. Jesucristo cuando, en medio del dolor, en el camino hacia la cruz se encuentra con unas mujeres, les advierte: «No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28). El auténtico humanismo se sustenta en el más profundo respeto a lo sagrado y la vida, cualquier estadio que esta tenga, es sagrada. Sólo quien ama de verdad será justo y aportará para el presente y para el futuro lo mejor.

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