Creo en Jesucristo, su único hijo, nuestro Señor (II)
La afirmación de que Jesucristo es el Hijo único de Dios nos descubre varios aspectos. Cientos de adjetivos encontramos para definir a Jesucristo: Mesías, enviado de Dios, salvador, liberador, rey, siervo doliente, cordero de Dios, hijo del hombre… pero a todos hay que añadirle que es único. No es uno más de los enviados de Dios, un profeta más; es el único. Así se excluyen comparaciones si es el mayor o el mejor. El credo niceno lo especifica así: “Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho”. Este enunciado tan profundo teológicamente quiere decir que el ser único es exclusivo, privativo suyo, intransferible. Pero en esta afirmación se da el salto definitivo para definir a Jesucristo no sólo como Hijo único sino como Dios consustancial al Padre.
[pullquote2]Dios no nos mira desde fuera interviniendo con prodigios, sino que vive y sufre, desde dentro, haciendo suyo todo lo nuestro y dándonos todo lo suyo[/pullquote2] Mucho más que las reflexiones y necesarias precisiones teológicas sobre Jesucristo “Dios verdadero de Dios verdadero”, interesa aquí poner el acento en que el Hijo nos convierte también a nosotros en hijos de Dios, por adopción, y por lo tanto en hermanos. Esta realidad supera todas las expectativas mesiánicas. Dios vence al pecado, al mal y a la misma muerte y nos introduce en el extraordinario y maravilloso reino de la gracia. Dios no nos mira desde fuera interviniendo con prodigios, sino que vive y sufre, desde dentro, haciendo suyo todo lo nuestro y dándonos todo lo suyo. Jesús se pone delante del Padre llevando detrás a la humanidad para que amándole a Él y complaciéndose en Él (Lc 3, 22), nos ame y se complazca en nosotros.
NUESTRO SEÑOR
Jesucristo ganó con su muerte en la cruz y con su resurrección el ser nuestro Señor. Aceptamos su bien conquistada soberanía. El suyo no es un dominio en el sentido de los soberanos feudales de la tierra. Decir Jesús, es el Señor, significa que Él es el triunfador, el que ha dado la batalla por nosotros contra todos los enemigos, el peor de todos la muerte, y la ha ganado. A la vez significa que es un señorío amable, de servicio y entrega humilde. Para que no nos confundamos Él se ciño una toalla, se arrodilló y lavó los pies a los discípulos; así explicó cómo podemos llamarle maestro y Señor (Jn 13, 13). Él es plenamente Señor cuando se entrega en su pasión, muerte en cruz y resurrección. Así lo afirma San Pedro en su discurso de Pentecostés: “Dios ha hecho Señor y Cristo a ese Jesús que vosotros habéis crucificado” (Hch 2,36). Los cristianos al reconocer a Jesucristo como Señor nos compromete a vivir sólo de Él y para Él, caminar tras sus huellas, en sintonía con Él, haciendo la voluntad del Padre y sirviendo con humildad al género humano.
Su resurrección, que es la confirmación de toda su vida, doctrina y milagros; es su entronización. Es la base, el motivo, y el argumento de nuestra fe. Su señorío es el señorío de Dios en nuestras vidas. Todo es para el Padre. San Pablo nos dice: “Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: Jesús es el Señor” (Fil 2, 5-11). Pero esta proclamación nunca será mérito nuestro sino del Espíritu. Sólo Él puede inspirarnos y empujarnos a decir: Jesús es el Señor (1 Cor 12,3)
En muchos lugares del Evangelio la gente le llama Señor a Jesús. Un par de muestras nos pueden servir para que esta afirmación sirva para renovar nuestra fe, para que entre en nuestra oración y en nuestra vida cristiana. Jesús, después de resucitado, se aparece a los discípulos en la orilla del lago de Tiberíades. Al producirse la pesca milagrosa, Juan, reconociendo a Jesús, grita entusiasmado: ¡Es el Señor! No lo habían reconocido en aquella persona que estaba haciendo un fuego en la playa para preparar el almuerzo y que les había indicado dónde podían pescar algo. Jesús, el Señor, nuestro Señor se esconde en las más increíbles apariencias humanas. Hace falta la sensibilidad del amor y la luz de la fe para reconocerlo.
Hay otro pasaje en el que este reconocimiento llama a la adoración. Es cuando, el incrédulo Tomás, pone su mano en la herida del costado de Jesús y se arrodilla diciendo: ¡Señor mío y Dios! Es la expresión que el pueblo cristiano dice en silencio, en su corazón, reconociendo el misterio cuando en la consagración el sacerdote eleva la forma y el cáliz consagrados. En definitiva toda la vida del cristiano comienza y termina como las oraciones: Por Jesucristo nuestro Señor. Y en una oración última toda la comunidad cristiana confiesa que está exaltado a la derecha del Padre y le suplica: “¡Maranathá! ¡Ven, Señor!” (1 Cor 16,22; Ap 22,20; Didajé 10,10,6).