Fue crucificado, muerto y sepultado
Los sufrimientos de la pasión del Señor fueron terribles. Tuvo una pasión física llena de golpes, insultos, salivazos, azotes, espinas, clavos y cruz. Pero sobre todo tuvo un dolor psicológico y del corazón, mayor aún, al cargar sobre sí mismo los pecados de toda la humanidad. Los evangelistas narran con tremendo realismo y precisión los refinados sufrimientos que aplicaban los verdugos romanos a los ajusticiados.
Fue crucificado tal como lo pidieron los acusadores de Jesús. Su rabia y deseo de venganza les llevó a buscar la forma más cruel, dolorosa e ignominiosa. La crucifixión era el modo de ajusticiar a los esclavos, extranjeros, revolucionarios y a los más viles criminales. Sin embargo el Nuevo Testamento repite varias veces que Cristo iba a sufrir la muerte como un malhechor (Lc 24,7.26.44; Mc 8,31).
Para los antiguos aquel que era castigado con la cruz se convertía en un maldito a los ojos de Dios, el más despreciado ante los hombres y la cruz una ignominia (cf Dt 21, 23). Pues bien, Cristo “se hizo maldición por nosotros, porque está escrito: maldito todo el cuelga de un madero (Gal 3, 13). Así convirtió la cruz en motivo de gloria y salvación (Gal 6, 14). “Nosotros predicamos a Cristo crucificado…” que es “potencia de Dios y sabiduría de Dios” (1ª Cor 1, 23-25).
Por todo esto la cruz de Jesucristo se convierte en gloriosa y en señal amable de los cristianos. Rebosamos de alegría, gratitud, amor y alabanzas a Cristo que nos ha conquistado con su muerte en la cruz. Se hace manifiesto lo que Él dijo: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 8, 28). La cruz de Cristo da el verdadero sentido al camino del ser humano sobre la tierra.
Jesús, lacerado por los azotes y la corona de espinas, exhausto, cargó con el pesado madero subiendo la vía dolorosa hasta el Calvario. La piedad cristiana representa varias escenas en este camino en el ejercicio del vía crucis. Jesús cae tres veces, es ayudado por el Cirineo, se encuentra con las piadosas mujeres a quienes consuela, la Verónica enjuga su rostro y se encuentra con su madre María. El momento en el que es clavado de pies y manos a la cruz es el más espeluznante y cruel. La imaginación no puede llegar a concebir hasta qué extremo pudo sufrir el Señor. Sin embargo las siete palabras de Jesús en la cruz estuvieron llenas de misericordia, perdón, bendición, amor, abandono y cumplimiento de la voluntad del Padre.
[pullquote2]Pero sobre todo el cristiano vive el mensaje de la cruz imitando al crucificado en las cruces que a todos y cada uno toca llevar cada día. La cruz es para nosotros la gloria de las glorias. Podemos decir con San Pablo: “¡Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14)[/pullquote2] El misterio de la cruz es inaudito. Es un plan del amor que parte de Dios para reconciliar el cielo con la tierra. No es un sacrificio que el hombre ofrece sino que es Dios quien ofrece a su Hijo para acercarse a nosotros y salvar a la humanidad. La cruz acorta la distancia entre el cielo y la tierra y los une. En Cristo “Dios reconcilia el mundo consigo mismo” (2 Cor 5,19). No son los hombres quienes salen al encuentro de Dios, sino Dios, desconcertante, que sale al encuentro del hombre. La entrega de Jesús muestra el gran amor de Dios Padre que entrega a su propio Hijo para reconciliarnos con Él ( Cf.2 Cor 5, 18-19).
Tanto amor, que es gratuito, espera sin embargo nuestro reconocimiento. La Iglesia responde con su amor expresado de muchas formas. La cruz se convierte en gloriosa y preside toda la vida de los cristianos, tanto en los ambientes y celebraciones litúrgicas como en la vida y los lugares donde habitan los cristianos. Es la señal que nos identifica y que muchísimos llevan con orgullo pendiente al cuello. Santiguarse es la costumbre más frecuente. Pero sobre todo el cristiano vive el mensaje de la cruz imitando al crucificado en las cruces que a todos y cada uno toca llevar cada día. La cruz es para nosotros la gloria de las glorias. Podemos decir con San Pablo: “¡Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14).
MUERTO Y SEPULTADO
La culminación de todos los padecimientos que sufrió Jesús, desde Getsemaní, es su agonía en la cruz y su muerte. A Jesús lo condenaron a muerte y la sentencia se cumplió a conciencia. Se exigió que debía morir. El sumo sacerdote Caifás, profetizando, propuso: “Es mejor que muera uno solo por el pueblo y que no perezca toda la nación» (Jn 11, 49-50). El sanedrín lo declaró reo de muerte. Pero sólo Pilato podía condenar a muerte. Por eso se lo pidieron y “Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y los soldados se lo llevaron” (Jn 19, 16-18). La condena era clarísima: ejecutarlo en la cruz hasta morir. Fueron encargados los soldados del ejército romano, al frente de los cuales iba un centurión responsable.
La muerte de Jesucristo en la cruz fue físicamente real y científicamente probada. Esta afirmación es fundamental y está certificada por los ejecutores y por los testigos. Las ejecuciones seguían meticulosamente un rito siniestro. Un soldado romano nunca debía abandonar a la víctima sin estar seguro de su muerte. San Juan, que estaba mirando, escribe el certificado: “Pero al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza (19, 33-34). El soldado, adiestrado en anatomía, realizó la operación fatal de rematar a Jesús a la perfección conociendo entre qué costillas tenía que clavar su lanza, de abajo hacia arriba, para llegar al corazón. Pero hay algo más. San Juan, sin ser médico, da un certificado de que Jesús ya estaba muerto cuando dice: “y al instante salió sangre y agua”. Todas estas apreciaciones son importantes bajo el punto de vista histórico y médico para certificar la muerte real de Jesús.
San Juan continúa en su evangelio con una reflexión que es un certificado de veracidad y fiabilidad: “Y el que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero y él sabe que dice verdad” (Jn 19, 35). En estas palabras asegura que él es un testigo de primera mano, que es digno de ser creído y que pone como garante su propia conciencia. Pero añade una reflexión práctica para todos nosotros: “para que vosotros también creáis”. Y aún insiste apoyando su narración con un argumento de la Escritura: “Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “no le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “mirarán al que atravesaron” (Jn 19, 36-37)
La muerte de Jesús no fue una más. Estuvo acompañada por fenómenos naturales: el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo (Mc 15, 38), hubo tinieblas (Mt 27, 45), un terremoto (Mt 27, 52), se abrieron los sepulcros (Mt 27, 53), la gente escapó del lugar dándose golpes de pecho (Lc 23, 48) y el centurión y los soldados viendo cómo había muerto, llenos de temor, exclamaron: “realmente este hombre era Hijo de Dios.”
La sepultura del cuerpo de Jesús siguió los ritos judíos. Envuelto en una sábana, sin embalsamar por las prisas de la tarde, víspera del descanso sabático, lo depositaron en un sepulcro excavado en la roca y lo cerraron corriendo la piedra. (Mc 15, 46).