Virgen MaríaEl nombre de María en el credo trae a la mente la doctrina que afirmamos sobre ella, los privilegios que tiene y el culto que le tributamos. Es una doctrina perfectamente definida en el Concilio Vaticano II donde queda insertada dentro del misterio de Cristo y de la Iglesia. En ese lugar está la grandeza de María.

Las primeras páginas de la Biblia ya anuncian que Dios no iba a dejar abandonado al hombre desobediente y expulsado del paraíso. Desde entonces ya deja un rayo de luz y una puerta abierta a la esperanza cuando maldice a la serpiente: “establezco hostilidades entre ti y la mujer y entre tu estirpe y la suya; -y prometiendo-ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gn 3, 15). Más adelante Isaías anunciará: “La Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel.” (Is 7, 14)

Las promesas de Dios comenzaron a cumplirse en la Concepción Inmaculada de María. Todos los misterios de María son consecuencia de su misión para ser Madre de Jesucristo, Hijo de Dios. Ante todo confesamos que María fue preservada del pecado original, con el que nacemos todos los seres humanos, en el momento de su concepción. Por eso la llamamos Inmaculada.

En la teología y en la liturgia María siempre fue invocada como Madre de Dios. Esta verdad se refrenda en la Escritura, el magisterio de la iglesia en los concilios, la tradición y la oración. El ave María, la oración mariana por excelencia afirma todo lo que creemos sobre María. El Concilio Vaticano II recoge toda la doctrina de los siglos y pone a María en su lugar al dedicarle el capítulo VIII de la constitución dogmática de la Iglesia (LG 52-69).

[pullquote2]Confesamos que María fue preservada del pecado original, con el que nacemos todos los seres humanos, en el momento de su concepción[/pullquote2] El momento culminante de María es el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, en Belén. San Lucas narra la escena con una ternura inigualable: “dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre” (Lc 2, 7). Dice el Papa Benedicto XVI en la porta fidei: “Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad” (11).

María al ser Madre de Dios se convierte en ‘Madre de la Iglesia’ y en madre nuestra. Los fieles cristianos la honramos con un culto lleno de veneración, amor y ternura. Profesar el credo sobre María, en este año de la fe, tiene un sentido especial que es necesario subrayar y hacer vivir. La contemplamos ensalzada, llena de gracia, la más excelsa de todas las criaturas.

La iglesia, basada en la Sagrada Escritura, en la tradición y en el magisterio de todos los siglos, ha ido explicitando la doctrina sobre María con los dogmas de la Inmaculada Concepción y la Asunción de María al cielo. Estos dogmas están basados en el dogma fundamental de su Maternidad Virginal de Jesucristo Hijo de Dios. El papa Pío IX, en 1854 definió con la bula ‘Ineffabilis Deus’ “que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo-Jesús, Salvador del género humano”. Así mismo Pío XII el 1 de noviembre de 1950 en la bula ‘Munifentissimus Deus’ declaró ser dogma de fe “que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.”

Dos encíclicas sobre la doctrina y culto a la Virgen María merecen especial atención. La primera, la “Marialis cultus” de Pablo VI desarrollando la doctrina del Concilio Vaticano II. La titula diciendo que es para “la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen María”. En ella se sitúa el culto a María en el lugar adecuado. Afirma que Cristo es el único mediador, pero María siempre está a su lado como intercesora y mediadora. Ella siempre nos lleva a Jesús. Al repasar todas las fiestas litúrgicas en su honor, las novenas, advocaciones y devociones particulares invita a todos a tener un equilibrio de modo que se superen las exageraciones movidas por el sentimiento. Esta encíclica ha conseguido una renovación muy positiva de la piedad mariana porque se han revisado y creado ejercicios y prácticas siguiendo algunas orientaciones de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico y antropológico.

El beato papa Juan Pablo II, gran devoto de la Virgen María, nos regaló la encíclica “Redemptoris Mater.” Reitera toda la doctrina conciliar sobre María. Repasa su vida presentándola como centro de la Iglesia peregrina que, como Ella, va superando la noche oscura de la fe, realizando una mediación materna en Cristo. Invita a llamarla Madre de la Iglesia y madre nuestra, de modo que la vida de cada discípulo de Cristo tenga una dimensión mariana imitando sus virtudes. La ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que “no caiga” o, si cae, “se levante” (RM 52).

El tercer artículo del credo tiene una repercusión decisiva en la vida cristiana. La Santísima Trinidad se hace presente actuando en la obra de la redención humana. El Padre inicia el comienzo del cumplimiento de las promesas de salvación enviando al ángel de la Anunciación. El Espíritu Santo cubre con su sombra a María en la Encarnación. El Hijo eterno se hace hombre y habita entre nosotros. Todo sucede teniendo a María como punto de referencia. Por eso, con razón es honrada con el título de Madre de Dios, “a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas” (RM 42).

Iniciamos el mes de mayo, dedicado a la Virgen María. Invito a todas las familias que dediquen un tiempo durante la jornada y todos juntos en unión rezando con devoción el santo Rosario. Basta, con apagar, la TV y dedicar un cuarto de hora al día a dirigirse a la Virgen María. Las gracias serán abundantes. Tal vez se piense que es algo pasado de moda. ¡Ni por asombro! Muchas familias estarían más unidas y muchos fantasmas desaparecerían; viviríamos mucho mejor nuestro estado de vida y nuestra vocación. Seríamos más felices y haríamos más felices a los demás. La Virgen nos espera.

Comparte este texto en las redes sociales
Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Ver
Privacidad