Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderosos (II)
Las separaciones de las personas queridas son dolorosas. Cuando desaparece un padre, una madre, un maestro, un gran jefe, nos quedamos como abandonados, indefensos, sin dirección ni liderazgo y por lo tanto inactivos. Jesús ya había anunciado a los suyos que ya no lo iban a ver y que se iban a sentir solos y tristes. Pero también añadió: “vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16, 16-20). Cuando lo vieron subir al cielo se quedaron como extasiados o embobados. Hizo falta que dos ángeles les llamaran la atención preguntándoles: “¿galileos, qué hacéis ahí mirando al cielo?”. En el caso de Jesús la tristeza inicial de los discípulos se convirtió en alegría. Por eso dice el Evangelio que los discípulos se volvieron a Jerusalén con gran alegría (Lc 24, 46-53).
La consecuencia más inmediata de la Ascensión para nosotros es que hemos de estar mirando al cielo, aspirando al cielo, pero con los pies en la tierra caminando con esperanza porque donde está Cristo glorificado, que es nuestra cabeza, también le seguiremos nosotros como miembros de su cuerpo. Nuestra pobre naturaleza ha sido de tal modo ensalzada que participa ya de su misma gloria. Jesús dijo: “Si alguno me ama que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor; si alguno me sirve, mi Padre le honrará” (Jn 12,26). Cuando la Iglesia ora diciendo “Padre nuestro que estás en el cielo”, profesa que somos el Pueblo de Dios “sentado en el cielo, con Cristo Jesús” (Ef 2, 6), “ocultos con Cristo en Dios” (Col 3, 3), y, al mismo tiempo, “gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial” (2 Co 5, 2; cf Flp 3, 20; Hb 13, 14). “Los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo” (Epistula ad Diognetum, 5, 8-9).
Tenemos la esperanza segura en las palabras del Señor: “En la casa de mi Padre hay muchas estancias… Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn 14, 1-12). En su vuelta al Padre lleva consigo la naturaleza humana. Nos arrastra a todos nosotros con Él. Dice San Agustín: “Cristo descendió Él solo, pero ya no ascendió Él solo… puesto que nosotros subimos también con Él”. San Pablo nos anima en su carta a los Efesios: “…que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos”. Mirar al cielo no es una evasión. Es nuestra meta. Necesitamos mirarlo constantemente para que tanta mirada rastrera hacia los bienes materiales no nos confunda el camino y oculten la dirección.
Además del fundamental mensaje de esperanza que tiene la Ascensión este hecho es muy significativo para nuestra vida cristiana pues nos llama a una superación constante tanto en el campo material como espiritual. Los cristianos participamos con toda la humanidad de esa tensión hacia metas cada vez más altas en su desarrollo histórico. Queremos que la humanidad supere las grandes esclavitudes, niveles culturales, penurias e injusticias. Y lo vamos consiguiendo entre fracasos y triunfos. Sabemos que la liberación integral del ser humano se completa con su ascensión espiritual superando los apegos a los bienes de la tierra y aspirando a los bienes del cielo.
El materialismo ateo y el laicismo proponen metas a ras de tierra. Niegan la capacidad de “ascender” a las cosas del espíritu. Es el mayor de los fracasos. Porque el ser humano se queda sin metas consistentes por las que valga la pena la vida. Pero en lo más profundo de su corazón, el hombre que no está pervertido, engañado o teledirigido aspira a más y mejor. Nunca está satisfecho aquí en la tierra. Aspira a la vida eterna del cielo en la que ya está Jesús. Desde allí El nos llama. Nos pone en proyección hacia el futuro para conseguir los bienes definitivos del cielo, no los bienes pasajeros de la tierra. Para los cristianos “ascender” es en primer lugar estar con el pensamiento en el cielo para que desde allí quede iluminada la realidad de la tierra. Aspiramos a compartir el triunfo del Maestro. Pero no nos quedamos embobados mirando al cielo. Ya desde la actividad en la tierra trabajamos para que las realidades terrenas se eleven transformándolas. En este quehacer Jesús nos acompaña, tira de nosotros hacia arriba y nos llama a estar con Él.
El pensamiento de seguir a Jesús a la gloria del cielo llena nuestras más profundas aspiraciones. Jesús nos arrastra a todos. Todo lo que hayamos tenido que sufrir por ser discípulos suyos quedará recompensado. La Ascensión es el día del triunfo de Jesús y con Él el de todos los pobres, los sufridos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos, los que han sufrido persecución por ser mejores. Nada hay verdaderamente humano que no sea elevado, dignificado, redimido en Cristo. Él presenta al Padre “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo” (GS 1). Así la vida tiene pleno sentido para vivirla con alegría y esperanza. Ya hemos triunfado, pero nos queda camino por hacer.
El Papa Francisco dice sobre la Ascensión del Señor: “Él nos ha abierto el paso; es como un guía en la escalada a una montaña, que llegado a la cima, tira de nosotros y nos lleva a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él estamos seguros de estar en buenas manos, en las manos de nuestro Salvador, de nuestro abogado” (Audiencia General 17.04.2013).