Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado

EmigranteEn la Iglesia tenemos una historia larga de atención a emigrantes y refugiados. El cartel de la Jornada de las Migraciones de este año lleva un número redondo, el 100. Es para recordarnos que hace un siglo Benedicto XV, el Papa de las misiones y de la paz, instituyó esta “Jornada del Emigrante” con el propósito de impulsar el apoyo de la Iglesia a los millones de personas que, como consecuencia de la aquella cruel guerra (1914-1918), se vieron forzadas a emigrar o escapar a otros países.

Hoy las migraciones son un fenómeno de grandes dimensiones y extendido en todos los continentes: millones de personas se ven obligadas a emigrar o a refugiarse en otro país. No dejan su patria por gusto, sino empujados por alguna necesidad o algún sufrimiento grave. También muchos de nuestros compatriotas han sido emigrantes, en América o en Europa. Hoy mismo, en mejores condiciones que antaño, esta historia se está repitiendo: españoles que se ven obligados a salir en busca de trabajo, bastantes de ellos jóvenes.

En España hay 6 millones y medio de inmigrantes y en Navarra, 90.000. Nuestra actitud hacia ellos ha de ser positiva, acogedora, favoreciendo cada vez más su integración en la sociedad y en la Iglesia.

En Navarra (aunque esta Jornada de las Migraciones no tiene todavía suficiente relieve en las parroquias) se viene haciendo mucho en apoyo de los inmigrantes desde hace unos quince años. Y en esa misma línea hemos de seguir, a ser posible incrementando nuestras ayudas y favoreciendo su integración. En mis visitas a muchos colegios de Navarra, me alegra ver cómo los niños de familias de inmigrantes están bien integrados y se esfuerzan en los estudios y están recibiendo una buena preparación.

Como Iglesia de Jesucristo tenemos la vocación de promover el desarrollo integral de cada persona y de todas las personas, trabajando por un mundo mejor. Todo lo verdaderamente humano nos interesa y lo queremos promover. En cuanto a los inmigrantes, nuestro punto de partida es reconocer que son personas, con la misma dignidad y derechos fundamentales que todos los demás.

Y alimentar su esperanza. El emigrante vive con la confianza de que Dios no abandona a sus criaturas y de que encontrará una ayuda solidaria en muchas personas de buen corazón. «En Cristo, el otro es acogido y amado como hijo o hija de Dios, como hermano y hermana, no como un extranjero, y mucho menos como un antagonista o un enemigo» (Papa Francisco).

En el emigrante hemos de ver a un hermano, en el que descubrimos la presencia de Jesucristo que nos pide el mejor trato y el más fuerte apoyo. Hemos de atender a los emigrantes en todo, también en su dimensión religiosa, esencial para la vida de cada persona. Y acompañarlos en sus sufrimientos, soledad y en su a veces futuro incierto. Una ayuda muy valiosa es acompañarles en sus preocupaciones, dedicando tiempo a escucharles.

Y que estemos dispuestos no sólo a dar, sino también a recibir y a aprender. Ellos pueden estimular nuestra tradición religiosa, tan adormecida entre nosotros. Para eso han de ser apoyados en su fe y han de poder participar en la Iglesia. Puertas abiertas. No esperemos a que vengan, salgamos a su encuentro, y favorezcamos todo lo que ayude a crear unas relaciones cordiales entre los inmigrantes y los de aquí; es bueno tener reuniones mixtas en que compartamos ideas, proyectos, preocupaciones y, sobre todo, la Palabra de Dios, que siempre orienta, anima y despierta la alegría y la confianza en Dios nuestro Padre. La fe compartida nos llevará a la integración o comunión.

En la Navidad celebramos que Dios está con nosotros, salvando siempre. Además, Dios se hace presente en los gestos de bondad y testimonios admirables de acogida y apoyo gratuito de “personas que dan luz reflejando la luz de Cristo”, que son “luces de esperanza”, personas que en nuestro “viaje por el mar de la historia” nos ofrecen “orientación para nuestra travesía” (Spe Salvi, nº 49).

Que los inmigrantes se integren más en las parroquias, tomen parte activa en los grupos y consejos parroquiales, sean catequistas, vengan a los grupos de jóvenes… Hemos de hacer un esfuerzo por ofrecerles encuentros con otros cristianos de nuestras comunidades. Además, que se cultive una relación cercana con los de otras confesiones o los no creyentes. Que todas las personas experimenten el amor de Dios y amor de la Iglesia.

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