“Sed buenos pastores, sed misericordiosos”

 Ordenación sacerdotalHomilía del Señor Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela, Mons. Francisco Pérez González, en la Ordenación sacerdotal de tres diáconos que tuvo lugar en la Catedral de Pamplona el pasado 29 de junio de 2014, solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo.

La solemnidad de San Pedro y San Pablo que hoy celebramos es la fiesta de la Iglesia de Roma y, por tanto, de la Iglesia universal. Roguemos a Dios por el Papa Francisco. Es un día de alegría y de agradecimiento a Dios que, por intercesión de estos apóstoles, ha conservado la unidad y la catolicidad de la Iglesia. Nosotros, nuestra Iglesia de Navarra se goza hoy con la Iglesia universal, y en comunión con todos los cristianos, tenemos un motivo especial de alegría, la ordenación sacerdotal de estos tres hijos de Navarra: Javier, Ignacio y Germán. Felicidades a vosotros, en primer lugar, a vuestros padres que con la vida os han transmitido la fe, a vuestras parroquias y a los sacerdotes y religiosos, y a todos vuestros amigos que están aquí unidos a vuestra oración y a vuestra acción de gracias a Dios.

1.- La liberación milagrosa de Pedro, llevada a cabo por un ángel resulta impresionante en sí misma y en su significado para nosotros. “Levántate…, le dice el ángel, ¡Ponte el manto y sígueme!” (Hch 12, 7-8). Pedro no termina de creérselo hasta que ya fuera de la prisión exclama con alegría: “Era verdad, el Señor ha enviado a su ángel para librarme” (Hch 12, 11). Quizás no sabía que era la respuesta divina a las oraciones de la comunidad, pues la Iglesia rezaba incesantemente por él (por Pedro). Como escribe S. Juan Crisóstomo “estos acontecimientos hacían a unos (a Pedro) más firmes en la pruebas y a otros (a los cristianos) más celosos y amantes (de sus pastores)” (In Acta Apostolorum,26,2).

¡Qué fácil es aplicar este episodio a vuestra situación! Estáis aquí porque el Señor os ha elegido, ha estado enviando su ángel durante muchos años para libraros de tantas pequeñas cadenas que os acechaban. Nuestra vocación, la vuestra también, no son fruto del esfuerzo o del empeño; son muestra del amor misericordioso de Dios. Y es también efecto de la oración de tantas personas que os quieren. Ahora que recibís este don inmerecido del presbiterado no podéis defraudarlos, ni a Dios que os ha elegido, ni a la Iglesia que ha venido rezando por vosotros.

“He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe” (2Tm 4, 7). San Pablo resume en pocas palabras su itinerario de apostolado. Conocía bien la misión que se le había encomendado desde que con coraje y generosidad hiciera aquella pregunta al ser derribado del caballo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hch 9,6). Y fue tal entrega a la exigencia de su llamada y la intimidad con Jesucristo que al cabo del tiempo pudo escribir: “Vivo, mas no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). En unos momentos vais a ser consagrados para llegar a configuraros con Cristo Jesús, el único y verdadero sacerdote. Vivid también la intimidad con Él para que, ejercitando públicamente el servicio sacerdotal en favor de todos los hombres, continuéis la misión de Cristo, maestro, sacerdote y pastor.

2.- Como sacerdotes tenéis la misión de llevar a todos los que se os confíe a Dios por medio de los sacramentos, instrumentos de la gracia. Podemos recordar las palabras del Concilio “el sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios” (Lumen Gentium,10). Remedando aquello de San Agustín, “bautiza Pedro, bautiza Pablo, es Cristo quien bautiza” podemos decir que cuando el sacerdote celebra la Eucaristía, es Cristo quien celebra; cuando el sacerdote ofrece el santo Sacrificio es Cristo quien lo ofrece. Por eso en el rito de la ordenación, al entregaros el Obispo el pan y el vino os recomienda: “Considera lo que realizas, imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. Y así continuaréis la obra santificadora de Cristo. A través de vuestro ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto porque se une al sacrificio de Cristo, que por vuestras manos y en nombre de toda la Iglesia se ofrece de modo incruento sobre el altar. Por mi parte os encarezco que seáis amantes de la eucaristía, que cuidéis la Santa Misa, que acudáis con frecuencia al Sagrario.

 “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 19). Es un poder y un servicio, el servicio del buen pastor que está dispuesto a dar su vida por las ovejas que se le han encomendado, que está dispuesto a perdonar. La misericordia, suele decir el Papa Francisco, es el corazón del Evangelio, y el protagonista de la reconciliación es el Espíritu Santo. Nosotros somos solo instrumentos que hemos de tener un corazón que se conmueve: somos médicos llamados a curar las heridas del alma y jueces dedicados a absolver de los pecados que atenazan a los penitentes. Gran dignidad la de ser transmisores del amor divino que no se cansa de perdonar. El sacerdote está siempre dispuesto a administrar este sacramento, hoy más necesario que nunca.
3.- Sed buenos pastores, sed misericordiosos. La diferencia entre el pastor y el profesional es que el pastor actúa siempre por amor, vive de la contemplación para ocuparse del sufrimiento de sus hermanos y el profesional sólo piensa en sí mismo y en sus negocios. Como Moisés que “dentro [del tabernáculo] se extasiaba en la contemplación y fuera [del tabernáculo] se veía apremiado por los asuntos de los afligidos” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 7). La contemplación no está reñida con la buena formación; al contrario, hemos de estudiar, de conocer la palabra de Dios y las exigencias morales para poder orientar bien a nuestros hermanos. Pero esto no basta, pues, como decía S. Pablo, “la ciencia hincha, el amor edifica” (1 Co 8,1). El pastor, repito, actúa siempre por amor.

Por eso, en nuestra labor pastoral hemos de tener una predilección por los más necesitados: cuidad con esmero a los niños y jóvenes en las catequesis, a los enfermos en sus dolores, y a los ancianos en la aceptación de su condición. Y, como estamos a pocos meses de celebrar el Sínodo de la familia, atendedlas de modo especial, insistidles en que cada familia es una “iglesia doméstica” capaz de instaurar una auténtica civilización del amor.

Una última reflexión que me viene a la memoria y que  el Papa Francisco pronunció en la última Misa Crismal son palabras que caben perfectamente en el marco solemne de esta celebración: “En este jueves sacerdotal (se refería al jueves santo) le pido al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo, la primera confesión… Es la alegría de poder compartir, estupefactos, por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus ruegos, poniéndote la cabeza para que los bendigas, tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sacerdotes la alegría de salir, de hacerlo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por ti” (Homilía Jueves Santo, 17-4-2014).

Hago mía esta petición para vosotros tres: Germán, Javier e Ignacio y la pongo a los pies de Nuestra Señora la Real que preside este altar catedralicio. Que Ella os proteja siempre para que seáis fieles hasta el final de vuestra vida y llevéis muchas almas al Cielo.

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