Cómo celebrar y recibir los sacramentos

sacramentos1La reflexión de introducción sobre los sacramentos en general no puede terminar sin preguntarnos: ¿los sacramentos son celebraciones del misterio cristiano? Si es así ¿cómo deben celebrarse? Puesto que son signos externos que han de significar la gracia deben seguir unas formas externas y unas actitudes internas que provoquen esta gracia. Responder a estas cuestiones es muy importante bajo el punto de vista dogmático y sobre todo pastoral.

Interesa sobre todo la actitud espiritual para celebrar y recibir los sacramentos más que el cumplimiento estricto de unas normas o formas externas. Éstas son necesarias sin duda, para que no se vacíe y se pierda lo esencial. Dice el Concilio Vaticano II: “Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios; pero en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por eso se llaman sacramentos de la fe” (SC 59).

Ya tenemos una primera y esencial condición de la celebración y recepción de los sacramentos: la fe. Pero ¿qué nivel de fe? ¿Quién la puede medir? Sólo Dios. Esta fe se manifiesta en una disposición sincera y noble que cree que los sacramentos son acciones de Cristo que los administra por medio de los hombres. Dice, el que pronto será beato, papa Pablo VI: “Los sacramentos son santos en sí mismos y por la virtud de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en las almas”. (Misterium fidei. 3-IX- 65.) Quien cree esto lo manifiesta con unas actitudes espirituales internas que se hacen visibles en la unción, seriedad e interiorización de la propia celebración.

Para que esto suceda así los celebrantes se disponen espiritualmente para celebrar. Reza el sacerdote antes de proclamar el Evangelio en la Eucaristía: “Limpia mi corazón y mis labios para que con dignidad y competencia proclame tu santa Palabra” (Ritual de la Misa). Quienes reciben los sacramentos entienden que el celebrante es un intermediario de la acción de Cristo.

Dice San Agustín, como siempre con expresiones sintéticas y acertadas: “Cuando Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza (…); cuando Santiago bautiza, es Cristo quien bautiza” (San Agustín, Trat. Evang. San Juan, 6). Y continua en el mismo tratado: “La fuerza espiritual del sacramento es como la luz: llega pura a los objetos que ilumina, y no se mancha aunque pase por medios inmundos. Sin embargo, los ministros deben ser santos, y no deben buscar la propia gloria, sino la de Aquel a quien sirven”.
Una celosa catequesis a quienes van a recibir los sacramentos ayuda a disponer convenientemente los ánimos para hacerlo con buenas disposiciones y provecho espiritual.

La propia celebración resulta la mejor de las catequesis porque, al reiterarla, cada vez se va conociendo mejor lo que se realiza (los porqués), se penetra en el misterio y así se suscita, crece y se fortalece la fe. A los sacramentos se va con fe y se debe volver con mayor fe. Dice el Santo Cura de Ars: “En los sacramentos (los santos) hallaron cuantas fuerzas les eran necesarias para no dejarse vencer del demonio”.

La celebración tiene dos grandes enemigos: la rutina y el ritualismo. Para vencerlos es necesario poner toda la conciencia y atención en la preparación y en la realización. Hay un adagio latino que dice “age quod agis” (“Haz bien lo que estás haciendo”), con atención, con los cinco sentidos. Cuando se hacen las cosas distraídamente y se pierde la atención se pierde también la intención, la intensidad y el fruto. Se cuenta en la vida de San Juan de Avila que le dijo a un sacerdote que trataba con poco cuidado la Eucaristía: “Trátalo bien, que es Hijo de buena madre”.

Otra condición de la celebración es que sea hecha según la mente o intención de la Iglesia. Esto significa no sólo seguir las disposiciones de la Iglesia en los rituales de la celebración de los sacramentos, sino servir convenientemente la necesidad y el deseo de la comunidad cristiana. Nadie puede creerse merecedor ni dispensador de un sacramento. Los fieles y los ministros de los sacramentos están al servicio de la Iglesia. Siguiendo lo que la Iglesia dispone se evita “ideologizar y racionalizar” las celebraciones.
El concepto de celebración implica que sea comunitaria. “Es toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza quien celebra” (CEE, 1140). Afirma el documento conciliar sobre la liturgia que «siempre que los ritos, según la naturaleza propia de cada uno, admitan una celebración común, con asistencia y participación activa de los fieles, hay que inculcar que ésta debe ser preferida, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada» (SC 27).

Las celebraciones bien hechas, con verdadera piedad y recogimiento realmente glorifican a Dios y santifican a los fieles. Suscitan la fe, la expresan, fortalecen y provocan a vivirla. Todo esto se consigue cuando la celebración resulta bella por el ritmo, la belleza expresiva de la oración, el equilibrio entre palabras y signos, la solemnidad, la hermosura del ambiente, el canto, la música y la participación de la asamblea. Se produce una verdadera experiencia religiosa en la que interviene también la emoción, aquel temblor interior que experimentó Moisés al encontrarse con Dios.

Entre tantos signos que provocan este encuentro están también los objetos e imágenes que hay que cuidar para que “hablen” solas con su decoro, orden y arte. Otro medio importante que tiene la celebración es la variedad de los tiempos litúrgicos.

San Juan Crisóstomo dice que quienes van a la fuente con vasos pequeños se llevan poca agua y quienes van con mayores consiguen mucha. Así pues la gracia recibida  no depende de la fuente, sino de las disposiciones con las que se celebran y reciben los sacramentos “Se recibe la gracia según la medida de las disposiciones” (Catena Aurea, vol. VI, p. 324). p

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