Meditemos estas famosas palabras de San León Magno en un sermón de Navidad que dicen, bien a las claras, qué transformación radical tiene la vida del bautizado, con cuántos dones se ve agraciado, qué efectos más beneficiosos recibe en este primer sacramento: “Reconoce, cristiano, tu dignidad y, ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada. Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro… pues el precio con el que has sido comprado es la sangre de Cristo”.
Ante todo participamos de la vida divina y nos hacemos hijos de Dios (RB 5). San Juan Evangelista dice que somos “nacidos de Dios” (Jn 1, 12-13) y “semilla de Dios”. (1 Jn 3, 9). Podemos llamarnos con toda razón hijos de Dios pues lo somos (1 Jn 3, 1-2). Por eso en verdad llamamos a Dios: Padre. El mayor don es entrar en la familia de Dios siendo sus hijos. Dios nos habita. La Santísima Trinidad tiene su morada en nosotros. Esta filiación divina es la relación del hijo con el Padre. Santo Tomás de Aquino dice que “por la filiación el hombre es constituido en un nuevo ser” (Suma T. 1-2, q. 100.a.2). Como hijos tenemos prometida la herencia del cielo siendo “coherederos con Cristo” (Rm 8, 17).

Otro efecto del bautismo es el perdón de los pecados para entrar en la vida de la gracia. Los hijos de Dios han de estar limpios de pecado. El bautismo limpia del pecado original y perdona todos los pecados. Para los que se bautizaban de adultos en la antigüedad, bautizarse significaba no volver a pecar más. El bautismo se consideraba la única tabla de salvación. San Pedro en su discurso de Pentecostés asegura a los oyentes que el bautismo perdona los pecados: “Convertíos… y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38).
Posteriormente, considerando la debilidad humana, se le añadió la segunda tabla de salvación, el sacramento de la penitencia. El agua bautismal es fuente de regeneración de una nueva vida de hijos de Dios, lejos del pecado y del mal (Rm 6,4). Nuestros neófitos, casi todos niños, se ven limpios del pecado original con el que todos venimos al mundo.

Otro don del bautismo es que formamos una familia de hermanos. Por el bautismo se produce una relación de paternidad de parte de Dios, de fraternidad de los bautizados en Cristo y de filiación divina. Esta realidad tiene muchas consecuencias. Ante todo Dios es el Padre providente que cuida de sus hijos y nosotros somos hijos y hermanos en Cristo. Esta familia de Dios no tiene un vínculo de sangre y carne, sino más profundo y espiritual, pues hemos nacido de Dios (cf Jn 1, 13). Dice San Agustín: “En este Padre son hermanos el señor y el siervo; en este Padre son hermanos el emperador y el soldado; en este Padre son hermanos el rico y el pobre” (Sermón 89). Y añade más todavía: “Pobres y ricos, todos a una dicen a Dios Padre nuestro, y no podrán decírselo con verdad y sincera piedad si no se tratan entre sí como hermanos” (Sermón de la Montaña, 2, 16).

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