Homilía del Arzobispo en la Fiesta de San Juan de Ávila

Al contemplar esta capilla del seminario completamente llena con el presbiterio de nuestra diócesis, os vendrán a la memoria vuestros años de formación; a los más mayores cuando había que dividir los seminaristas en filósofos, teólogos, e incluso por cursos, porque todos no cabíais en esta capilla. Los demás porque este lugar es testigo de muchos momentos de intimidad con Jesús, de vencer las dificultades y volver a repetir la decisión de seguir el camino del sacerdocio. Hoy nos volvemos a reunir como cada año en torno a la fiesta de San Juan de Ávila, nuestro patrono, para unirnos fraternalmente a los que este año celebran las bodas de oro y plata de su ordenación sacerdotal. Es una fiesta de acción de gracias, en primer lugar a Dios que quiso elegiros como a los apóstoles: “Ut essent cum illo et ut mitteret eos praedicare”-“Llamó para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar”- (Mc 3,14). ¡Tantos años, 50 ó 25, junto a Jesús y predicando su evangelio!

1.- Gracias a Dios, digo, y gracias a cada uno de vosotros porque habéis permanecido fieles, como buenos operarios en la viña del Señor. Con gozo y llenos de agradecimiento a vosotros que recordáis aquel día que está grabado en la historia de vuestra propia vida como comienzo de vuestro sacerdocio sacramental, como servicio en la Iglesia de Cristo. Y resuena la promesa de Jesús en el Cenáculo, que hemos escuchado en el Evangelio: “Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo” (Jn 15,26). En el mismo discurso de despedida insiste Jesús: “Él, el Espíritu de la verdad, recibirá de los mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,14).

Así ha sucedido y hoy lo recordamos bien. El Espíritu de la verdad, el Paráclito, ha recibido de aquel único sacerdocio de Cristo y nos lo ha transmitido como el camino de nuestra vocación y de nuestra vida. Fue aquel el día en que cada uno de nosotros se vio a sí mismo, en el sacerdocio de Cristo en el Cenáculo, como ministros de la Eucaristía y, viéndose así, comenzó a caminar en esa dirección. Fue aquel el día en que cada uno de nosotros, en virtud del sacramento, vio este sacerdocio como realizado dentro de sí, como impreso en la propia alma bajo la forma de un sello indeleble: «Tú eres sacerdote para siempre, según el rito de Melquisedec» (Heb 5,6).

2.- Las dos promociones que hoy celebráis vuestra fiesta jubilar tenéis en común que prácticamente nacisteis al presbiterado en un clima eminentemente sacerdotal dentro de la Iglesia. Los que os ordenasteis en 1965 sois los primeros hijos del Concilio Vaticano II, clausurado en diciembre del mismo año de vuestra ordenación. Lo recordáis muy bien porque lo vivisteis y lo vivimos todos con una intensidad extraordinaria: hablábamos con entusiasmo de la Constitución sobre la Iglesia, de la dedicada a la Palabra de Dios, de la que explicaba la función de la Iglesia en el mundo de hoy… y de todos los demás documentos que estábamos leyendo con mucho detenimiento; y meditábamos de modo especial el Decreto “Presbyterorum Ordinis”, en unos años en que era tema de conversación acalorada la identidad sacerdotal. Fueron años muy intensos los primeros del post-Concilio.

Los que os ordenasteis hace 25 años también fuisteis testigos de acontecimientos importantes: no voy a comentar lo que supuso la caída del muro de Berlín un año antes. Pero en ambiente eclesial el tema clave  en 1990 eran los presbíteros. En ese año tuvo lugar el Sínodo de los Obispos sobre los presbíteros que dio origen a la Exhortación apostólica postsinodal “Pastores dabo vobis”. El Papa San Juan  Pablo II dedicó muchas audiencias de los miércoles a hablar sobre los sacerdotes, su misión, su necesidad dentro de la Iglesia y la exigencia de su santidad. También fue un año en el que se comentaba con calor todo lo relacionado con los sacerdotes.

3.- Por ello hoy no debemos olvidar de que somos mediación necesaria para la santificación del Pueblo de Dios. La sociedad está hambrienta de amor misericordioso y nosotros somos canales de esta gracia. El Papa Francisco nos invita a vivir un año en el que seamos fieles ministros de la misericordia. Nos recuerda: “Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva. Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, de esto somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes…lo confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia” (Misericordiae Vultus, 17).

Si nos detenemos un momento en los textos de la liturgia de hoy, llegamos a la conclusión de que estamos en tiempo de misión y tiempo de testimonio, en tiempo de horizontes amplios y tiempo de colaboración. En tiempos apasionados para invitar a la conversión. La conversión de Lidia de Tiatira ante las palabras de Pablo tiene muchas aplicaciones para nuestro mundo. Es la primera persona que se convierte desde el paganismo, la primera que se hace cristiana en Europa; es también la primera mujer que  se convierte y forma una comunidad cristiana en su ciudad, en Filipos. No olvidemos que a esa comunidad escribirá San Pablo una de las cartas más entrañables. Y todo gracias al empuje y generosidad del que ha merecido el título de “apóstol de las gentes”. Él sabía acomodarse a cualquier circunstancia con tal de dar a conocer el Evangelio. Apóstoles de esta altura necesitamos hoy, evangelizadores que no se rompen ante las dificultades, misioneros que se crecen y miran con esperanza este mundo nuestro, muchas veces, desnortado, secularizado y materialista. Se necesitan apóstoles vigorosos que no tienen otro lema sino el que Cristo nos dicta: “No temáis, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

4.- En el día grande de vuestro jubileo nos llena de consuelo escuchar una vez más la promesa del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, sobre todos los cristianos, sobre los sacerdotes en particular: “Él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo”(Jn 15,26). Ser testigo (martiria = testimonio, en la versión griega original) supone estar dispuestos a dar la vida hasta el extremo, si es preciso. Nos ha tocado vivir en tiempos de martirio de muchos cristianos que dan la vida simplemente por su fe, tanto en Siria, como en Pakistán o en distintas naciones de África. Son un gran ejemplo para nosotros que seguramente no  tendremos que dar la vida dramáticamente como ellos, pero tenemos que darla poco a poco. Tiene mucho sentido dar gracias a Dios por el testimonio vuestro durante tantos años. Gracias una vez más por vuestra fidelidad, por vuestra lealtad, por haber superado los cansancios que, como a todos, os habrán asaltado alguna vez. Recordad lo que decía el Papa Francisco en la Misa Crismal: los tres cansancios –Cansancio de la gente.- Cansancio de los enemigos.- Cansancio de uno mismo-. “Solo el amor descansa. Lo que no se ama cansa y, a la larga, cansa mucho” (Homilía Misa Crismal, 2015). Gracias y seguid con el mismo afán. Os necesita la Diócesis y os necesitamos nosotros los sacerdotes que al poner nuestra mirada en vosotros sentimos el orgullo de teneros como compañeros, como hermanos en esta tarea de sacar adelante la parcela de la Iglesia que nos ha sido concedida.

Dentro de pocos días tendremos la ordenación de cinco presbíteros para nuestra Diócesis. Es un gran regalo que Dios nos concede. Vosotros sois para ellos un punto de referencia. No nos cansemos de anunciar y provocar la vocación en jóvenes que pueden sentir la llamada a la vida sacerdotal. Para ello hemos de seguir ejercitando la dirección espiritual. La relación personal es intransferible. Dios llama personalmente. Os invito encarecidamente que sigáis acogiendo con cariño y ánimo evangélico a tantos que se sienten desprovistos de orientaciones justas y transcendentes. La siembra es ardua pero si sembramos la cosecha estará segura.

5.- Terminamos mirando a la Virgen como tantas veces hacíais en vuestra etapa de seminaristas y de modo especial el día de vuestra ordenación que hoy estamos evocando. Que ella, madre de la Iglesia y madre de los sacerdotes nos siga protegiendo: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios…, líbranos de todo peligro”. Y que San Juan de Ávila sea un referente de entrega apostólica en  estos momentos que nos toca evangelizar. Que nos impulse a vivir con alegría y gozo el momento presente y nos fortalezca en los momentos de dificultad. Y que nos conceda la ansiada paz en nuestro corazón y en el de nuestros feligreses.

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