En anteriores reflexiones sobre el Sacramento de la Penitencia afirmábamos que recibe diversos nombres (CEC, 1423-1424). Cada uno manifiesta un ángulo distinto de visión y acento. Sólo así se consigue expresar su profunda riqueza. Es tan amplio su contenido, que sólo sumando todos los adjetivos que le son propios se consigue decir cuál es la esencia, la identidad y el meollo de este sacramento.

Si le llamamos sacramento de la Conversión indicamos el esfuerzo humano, movido por el Espíritu Santo, para cambiar de vida. Si le llamamos Reconciliación ponemos el acento en el reencuentro del pecador con la comunidad y la mediación de la Iglesia. Si decimos que es el sacramento del Perdón luce lo más importante, que es la gracia de Dios misericordioso, gratuita, plena, incondicional. Esto evita que se piense que el perdón es como un contrato en el que ofrecemos a Dios la conversión y la reconciliación a la Iglesia y Dios tiene que darnos el perdón.

[pullquote3 align=»left»]La misericordia es la esencia de la historia de la salvación. A Dios le mueve su amor misericordioso. En el Antiguo Testamento es llamado continuamente “el misericordioso”.[/pullquote3]En todos los sacramentos el protagonismo lo tiene la gracia de Dios que se nos regala sin méritos propios. En el Sacramento de la Penitencia brilla de modo especial por eso se llama Sacramento del Perdón y la Misericordia. Dios perdona siempre. Es “el misericordioso” por excelencia, el “perdonador empedernido”. Él manifiesta su poder en el perdón y la misericordia (Salmo 50). Dios es un derroche de amor. Humanamente hablando pensamos en la aparente ausencia e impotencia de Dios porque permite el mal. Es el misterio de Dios justo y misericordioso.

La misericordia es la esencia de la historia de la salvación. A Dios le mueve su amor misericordioso. En el Antiguo Testamento es llamado continuamente “el misericordioso”. Este adjetivo es tan esencial a Dios que se convierte en nombre propio que lo define. Dice el salmo: “La misericordia del Señor llena la tierra” (Salmo 33,5) y ésta es eterna, inmensa y universal.

En el Nuevo Testamento Jesús es el rostro misericordioso de Dios. Él pone de manifiesto la gracia de Dios. Cristo es la encarnación del amor y la misericordia de Dios que perdona, salva y reconcilia. Así se constituye en el “pontífice compasivo de la misericordia” (Heb 2,17). Sus palabras y obras narradas en los evangelios rezuman en esencia cómo vino para buscar al pecador para su conversión, reconciliar con Dios a la humanidad muriendo y resucitando y traer el perdón y la gracia. Su sangre fue derramada para el perdón de los pecados.

El evangelio de San Lucas es llamado con razón de la misericordia. En él aparece María proclamando en el “Magnificat” la misericordia de Dios con su esclava; misericordia que se derrama de generación en generación y para siempre. Zacarías bendice al Señor porque en el nacimiento de Juan Bautista demuestra su misericordia según lo había prometido a sus santos profetas. La actitud de Jesús curando a los enfermos, perdonando a los pecadores y ayudando a los pobres es siempre manifestación de la misericordia. Las parábolas de la misericordia manifiestan la esencia del Reino de Dios. Basta recordar la del buen samaritano, el administrador infiel, la higuera estéril, el buen pastor y la oveja perdida y la más proverbial de todas, la del Hijo Pródigo.

Todos los santos, sin excepción, han fraguado su santidad en la misericordia de Dios y han templado sus almas en las virtudes, en el yunque del Sacramento de la Penitencia. Hay algunos cuya conversión y vuelta a Dios es paradigmática. La lista es larga, pero recordemos algunos que tuvieron una experiencia asombrosa e impactante de la misericordia de Dios. Hay que empezar en las lágrimas de San Pedro, siguiendo por San Pablo, San Agustín, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier… Todos demuestran que la experiencia personal de la misericordia de Dios es imprescindible en el camino de la santidad.

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