Dos son los sacramentos de salvación y sanación del alma: la Penitencia y la Unción de los Enfermos. Este sacramento tiene su fundamento en la Sagrada Escritura. Jesús tuvo una atención esmerada hacia los enfermos. Ya lo anunció en su programa en la sinagoga de Nazaret. El Señor lo envió a realizar una liberación integral de las personas, cuerpo y espíritu (Lc 4, 16-30). Es decir, el anuncio liberador iría siempre acompañado de palabras y de acciones. El libro de los Hechos de los Apóstoles comienza diciendo que Jesús “comenzó haciendo y enseñando” (Hch 1, 1). Por eso cuando envió a sus apóstoles a anunciar el Reino de Dios les dijo que les acompañarían signos extraordinarios. Ellos, siguiendo el mandato del Señor “ungían con óleo a muchos enfermos y los curaban” (Mc 6, 13).

El Apóstol Santiago define en qué consiste este sacramento e invita a practicarlo: “¿Está enfermo alguno entre vosotros? Mande llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él y lo unjan con el óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo y el Señor lo aliviará y los pecados que hubiera cometido le serán perdonados” (St 5, 14-15). La Iglesia durante toda la historia lo ha practicado con mucho fruto espiritual y por medio de su enseñanza ha ido disponiendo su celebración. Como buena madre acompaña a sus fieles hijos en los momentos más trascendentales de la vida por medio de los sacramentos, desde el bautismo hasta el momento de la muerte.

La Unción de los Enfermos va unida a la Penitencia y a la Eucaristía. Normalmente se recibe primero la Penitencia, siempre que es posible, y al final la Eucaristía como Viático. Cumple varias finalidades. Ante todo produce la unión del enfermo o de quien está frágil por la vejez con la Pasión Salvadora de Cristo. Purifica del pecado y sus secuelas. Ayuda a afrontar el desgarro que produce el dolor y la muerte con una gran paz, consuelo, serenidad, ánimo y esperanza. También puede producirse el restablecimiento de la salud corporal, si esa es la voluntad de Dios. Es la mejor preparación para dar el paso de la vida terrena a la vida eterna en la Iglesia triunfante.

Los acontecimientos finales de la vida suelen venir acompañados de inestabilidad anímica, falta de fuerzas físicas, dudas, angustias y gran preocupación. Saberse amados de Dios y de Jesús, que ha previsto ofrecer su compañía amorosa y su gracia por el sacramento de la Unción, anima en el momento del duelo más trascendental de la existencia entre la vida y la muerte. Cristo mismo desde su cruz se convierte en referencia y ayuda. Dice el papa Francisco: “El consuelo más grande llega con el hecho de quien se hace presente en este Sacramento: es el mismo Jesús que nos toma de la mano, nos acaricia, como hacía con los enfermos, y nos recuerda que le pertenecemos a quien ni el mal ni la muerte podrá separarnos de Él” (26.02.14).

Los Padres de la Iglesia, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia han visto en este sacramento la consumación de la obra purificadora de Cristo comenzada por la Penitencia. Después de recibirlo no queda ningún rastro de pecado ya, todo queda perdonado y purificado. Esto es lo que expresa la fórmula litúrgica de la celebración. Pide la remisión plenaria de los pecados y la vuelta a la salud para el alma y para el cuerpo: “Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad” (RU nº 143).

Se llama Unción de los Enfermos porque la fórmula ritual se pronuncia mientras se unge al enfermo con el óleo consagrado por el obispo en la Misa Crismal. El aceite, que significa energía y salud, recibe por esta consagración el poder del Espíritu Santo para que el signo sea eficaz y produzca la gracia sacramental propia de este sacramento.

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