Llevar la comunión eucarística a los enfermos es una de las acciones más importantes dentro de la Pastoral de la Salud. Participar de la Eucaristía y comulgar es para el enfermo realizar una unión misteriosa con Cristo, con su vida, padecimientos, muerte y resurrección. La Eucaristía es “prenda” de vida eterna. Dijo Jesús: “El que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58). La comunión que se recibe en los domicilios y en los hospitales, además de esta unión con Cristo, es signo de estar vinculados con la comunidad, con la Iglesia. Los enfermos están espiritualmente presentes en las celebraciones.

Al final de las misas el sacerdote dice: “¡Podéis ir en paz!”. Antiguamente se decía: “la Misa ha terminado, podéis ir en paz”. Es una traducción de la expresión latina que decía: “Ite, missa est”, que no significa: “la misa se ha terminado”. En una traducción al sentido quiere decir: “Ahora ya podéis ir en paz porque la Eucaristía “ha sido enviada” (en latín: “missa est”) a los enfermos”. Es fácil imaginarse a los sacerdotes, diáconos y ministros extraordinarios de la Eucaristía salir del templo hacia los domicilios de los enfermos y detrás a los fieles cristianos. Este signo es muy expresivo de la unión de la comunidad cristiana, que hace presentes a sus preferidos, los enfermos, en sus celebraciones. El enfermo no se limita al ambiente de su habitación o familia sino que está integrado en la comunidad. Éste es el sentido de llevar la comunión eucarística a los enfermos.

Jesús es el modelo de acercarse a los enfermos. Él los acogía, los curaba, los atendía personalmente. Nos invita diciendo: “Estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36). Ésta es una de las obras de misericordia en la que la Iglesia pone mayor empeño. Muchos laicos, nombrados por el obispo, ejercen este ministerio de manera ejemplar. Son normalmente también visitadores de los enfermos. Es un apostolado muy importante y delicado. Por eso la Iglesia los forma con esmero y los acompaña siempre en los grupos de reflexión, oración y formación. Ellos mismos reconocen que es un carisma que Dios les ha regalado y que la comunidad cristiana les reconoce porque son sus representantes. Es importante que las familias pidan este servicio a las parroquias. Lo mismo que es importante que el sacerdote se acerque para que los enfermos reciban, con gozo, el sacramento de la Confesión.
La visita del Señor Sacramentado al domicilio de los enfermos es considerada una bendición y un privilegio. Se alegran los miembros de la familia cuando escuchan el saludo: “Paz a esta casa y a todos los que en ella habitan”. Comulgar durante la ancianidad, quizás imposibilitados en casa, o durante la enfermedad, es escuchar a Cristo que dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Él sufrió en su propia carne la agonía y gritó al Padre: “Pase de mí este cáliz”, pero concluyó con una prueba de obediencia y fidelidad: “no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26, 39).

Llevar la comunión a los enfermos es entrar en conversación con ellos por medio de Cristo. La comunidad les dice: os tenemos presentes en nuestras oraciones y afecto porque sois parte de nosotros y los enfermos nos evangelizan ofreciendo sus sufrimientos por el apostolado de la Iglesia. Así se sienten útiles y se convierten en la palanca más eficaz de apostolado, gracias a que Dios, por sus sufrimientos ofrecidos, bendice la predicación, la catequesis y las acciones pastorales.

Los sacerdotes principalmente y los visitadores de los enfermos, que suelen ser también ministros extraordinarios que les llevan la Eucaristía son portadores de comunión y de la alegre noticia del Evangelio. Cuando se preparan para dar la comunión dicen en su corazón: “Yo tampoco soy digno de llevar la comunión”. Su buena voluntad, disponibilidad y generosidad; su oración, preparación y competencia van acompañadas por la gracia de Dios. Conocen el tesoro que les confía la Iglesia y contagian su fe a los enfermos, a sus familias y a la comunidad cristiana.

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