Cuando el Concilio habla de las funciones de los presbíteros señala cómo la Eucaristía es el punto central de referencia. “Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan”. “Y es que en la Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia” (PO 5). Es evidente que el Orden Sacerdotal está en relación directa con la Eucaristía. Ambos sacramentos nacieron juntos en la Última Cena. Hay un influjo causal de dependencia mutua entre la Iglesia, la Eucaristía y el orden sacerdotal. Existe una dependencia triple. La Iglesia nace del misterio pascual y ordena sacerdotes, los sacerdotes consagran la Eucaristía y la Eucaristía alimenta a la Iglesia y al sacerdote. Por eso el ministerio sacerdotal y la Eucaristía son un don indispensable para las comunidades.

Celebrar la Eucaristía es una gracia para el sacerdote. Por la gracia de Dios hace de puente entre el cielo y la tierra. Trae a la tierra al mismo Dios. Sabe que está proporcionando el más preciso alimento a los fieles. Ninguna otra actividad pastoral, ni de predicación, ni de catequesis, ni de asistencia caritativa, es tan potente y fundamental como la Eucaristía para construir la comunidad. Es lo más importante que hace el sacerdote. Tiene bien asumido que “no se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía” (PO 6). Por eso la Eucaristía es el centro de su ministerio. La Eucaristía incide decididamente en la vida de los sacerdotes para el bien del pueblo cristiano.

Es una inquietud y una tarea de los sacerdotes enseñar al pueblo cristiano a conocer la liturgia, el sentido de los signos y la celebración. De este conocimiento surge la participación activa en las oraciones, cantos y movimientos rituales con plena conciencia de modo que las comunidades “alaben cada día con más perfección a Dios, Padre Hijo y Espíritu Santo” (PO 5). Los sacerdotes dan a las celebraciones de la Eucaristía el relieve que merecen porque son conscientes de la grandeza de este regalo para la vida de las comunidades.

Las comunidades cristianas saben cuál es su alimento y qué necesidad tienen de él. Lo expresa bien san Juan de la Cruz: “Que bien sé yo la fonte do mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida en este vivo pan por darnos vida”. Así pues, la Iglesia es una comunidad eucarística. “La Iglesia vive de la Eucaristía”. Esta afirmación es el título de una encíclica de San Juan Pablo II.

La Eucaristía es un misterio de la fe. En el humilde signo del pan y del vino está presente el mismo Cristo que se hace compañero y alimento del camino de la vida. Después de la consagración el sacerdote hace una profunda genuflexión ante el misterio expresando su fe. Después proclama admirado y abrumado por tan gran sacramento: ¡Este es el sacramento de nuestra fe! Los fieles responden ratificando con fe, convicción y entusiasmo las palabras del sacerdote: Anunciamos tu muerte, proclamaos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!

La participación en el Eucaristía es plena cuando se recibe la sagrada comunión. Esta comunión produce muchos bienes. Entre otros, la unidad, el impulso de la caridad, la capacidad de perdón, el empuje hacia una vida cristiana pujante en el testimonio valiente y las buenas obras. La Eucaristía es el pan de los fuertes, el alma de todo apostolado. Es necesario comulgar con frecuencia, bien preparados y con el alma en gracia, con buenas disposiciones, para tener en nosotros la vida abundante del Señor.

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