Cristo realizó una nueva creación (Cfr.2 Co 5,17) y restituyó al matrimonio el ideal que quiso Dios que tuviera desde el principio (Cfr.Mc 10, 1-12). En su respuesta a los fariseos sobre el divorcio dice: “Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gn 1,27; 2,24). “Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (Mc 5,6-9). Así recuerda Jesús los bienes fundamentales del matrimonio “desde el principio”, que son la fidelidad, la unidad, indisolubilidad y la donación total al otro para ser con-creadores con Dios.

El amor es el fundamento de todo y el primer bien del matrimonio, que se define como comunidad de vida y amor. Es una alianza de amor por la que los esposos se dan y se reciben con una aceptación incondicional. Ellos son signo de los desposorios de Cristo y la Iglesia. Y el modelo del matrimonio es “la unión inefable, el amor fidelísimo y la entrega irrevocable de Jesucristo, el esposo, a su esposa la Iglesia” (RM 2). El amor nunca es una carga. Por eso los compromisos que conlleva no son cargas sino propiedades, fines, bienes, bendiciones y efectos.

Siguiendo este modelo, de Cristo y la Iglesia, lo primero que destacamos son las propiedades esenciales del matrimonio que son la fidelidad y la indisolubilidad. “Serán los dos una sola carne” (Gn 2, 24). Es la expresión bíblica que fundamenta la monogamia en el plan originario de Dios. La fidelidad es tan fundamental que una fórmula litúrgica antigua para casarse dice: “Yo N.N. te quiero a ti sola/o N.N.”. En el adverbio “solamente a ti”, se pone la fuerza del compromiso. La indisolubilidad está claramente definida por Jesús en el Evangelio: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. El Concilio Vaticano II defiende esta doctrina en el documento sobre el gozo y la esperanza de la humanidad (Cfr.GS, 48), poniendo como razón la mutua entrega personal y el bien de los hijos.

A estas dos propiedades fundamentales se unen otros bienes del matrimonio como la procreación y educación de los hijos, la complementariedad y el bien de los cónyuges dándose mutua ayuda y la gracia del sacramento. Los esposos, a imagen de Dios, son con-creadores de vida con Él. Cuando cumplen la función de procrear colaboran con Dios Creador (Cfr. GS 50) cumpliendo su mandato: “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 27). Esta finalidad la cumplen los esposos con generosidad y responsabilidad sabiendo que transmitir la vida es una consecuencia del amor y de la complementariedad sexual. El bien de los hijos los compromete y los hace seguir creciendo en el amor. Al mismo tiempo, con la satisfacción y el gozo de los hijos, llega el compromiso de su educación. Los padres cristianos saben que son los primeros educadores y confían sus hijos a instituciones educativas que satisfacen sus convicciones. La gracia de Dios, propia del estado de casados, nacida del sacramento, les acompaña para ir creciendo en el amor, ser fieles, superar las dificultades, educar bien a los hijos y sentirse felices.

La belleza y grandeza del matrimonio se manifiesta en sus propiedades, fines y bienes que hacen que la vida de los esposos sea una “íntima comunidad de vida y amor” (GS 49). Es la comunión de cuerpo y espíritu unidos globalmente. Dice el Concilio Vaticano II: “Este amor (humano, interpersonal, que abarca el bien de toda la persona) es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal” (GS 49). El designio de Dios para el matrimonio es maravilloso pues busca la felicidad de los esposos. La clave para ser felices es vivir integralmente su vocación al amor, que es llamada vivir una donación total, generosa, entre los esposos y la familia. La vida cristiana de fe y la práctica religiosa que pone a Dios y a Cristo en medio del matrimonio son definitivas para ser plenamente felices.

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