1.- Con inmenso gozo hemos hecho el Vía-Crucis como cada año, meditando las estaciones que vienen a ser los momentos importantes del recorrido de Jesús desde el palacio de Herodes hasta la cumbre del Calvario. Con gozo estamos ahora celebrando esta Eucaristía en el día que la liturgia denomina domingo “laetare” (domingo de la alegría), pues al ocupar el centro de la cuaresma nos recuerda que después del dolor de la Cruz viene el gozo de la resurrección. Empezamos, por tanto, con la alegría de haber culminado un año más la primera Javierada, exigente pero jubilosa, la Javierada de los jóvenes, de los que han desafiado la pereza y han madrugado para caminar, de los que son capaces de vencer los obstáculos que la misma vida trae consigo.
Las lecturas que hemos escuchado están enmarcadas en este clima de contento. La primera, tomada del libro de Josué narra cómo fue la primera pascua que los israelitas celebraron al llegar a la tierra prometida. No fue como la antigua, apresurada y temblorosa porque había que salir huyendo de la esclavitud. Esta de Josué es la pascua de la libertad, la del cumplimiento de la promesa, la de la novedad después de haber superado las asperezas del desierto. En esta ocasión nadie debía estar triste, nadie debía añorar el tiempo pasado de esclavitud y de penuria, porque habían alcanzado la tierra prometida y celebraban el amor de Dios con su pueblo.
El Evangelio, por su parte, recoge la parábola del hijo pródigo tantas veces comentada y meditada. Es la cima de la espiritualidad y de la literatura universal. Tantos poetas y pintores se han inspirado en esta página hermosa que nos entreabre el amor de Dios Padre, lleno de ternura para recibir al hijo que regresa tras una triste experiencia. Recordad ese precioso cuadro de Rembrandt, el regreso del hijo pródigo, que a tantos ha conmovido y ha llevado a la conversión.
2.- Nosotros nos vemos reflejados en aquel joven, inquieto e inconformista, que piensa que fuera de la casa de su padre va a encontrar la libertad y su propia realización. Pero al cabo del tiempo sólo halló soledad, tristeza, hambre y sumisión. Nosotros, como él, nos hemos visto alguna vez solos y tristes, más aún esclavizados por nuestras propias pasiones: lo que nos imaginábamos hermoso y brillantes como el país de las maravillas es en realidad lúgubre y amarga. Como aquel hijo hemos tomado también la decisión, y hoy queremos hacerlo de nuevo, de levantarnos y volver al Padre, confesar nuestro desvarío y comenzar de nuevo. “Sí, me levantaré”, pensó el joven de la parábola, y nosotros con él, porque reconocemos nuestra postración, la soledad que conlleva el pecado.
La conversión no es otra cosa que la decisión de volver a Dios, de cambiar de vida, de alcanzar la libertad y la alegría que habíamos perdido. Hoy se habla mucho de la “sociedad del bienestar” y se piensa que ésta se adquirirá si se consiguen muchos recursos materiales. Y es que si la persona no está bien espiritualmente y con sosiego en su interior no serán los falaces paraísos del materialismo, del hedonismo y el pansexualismo que lo conseguirán. De hecho, cada vez surgen, nuevas enfermedades sicológicas y afectivas a causa del desorden ético y moral.
De ahí que se requiera la conversión al estilo el hijo pródigo. Es un tiempo donde se nos está pidiendo a los cristianos mayor énfasis en la realización de una caridad más gratuita y más misericordiosa. El testimonio de aquellos que están muriendo por amor a Cristo y a quien siguen ejemplarmente y mueren perdonando, puede ser un impulso mayor para la renovación de la auténtica vida cristiana. Ellos nos enseñan a amar con misericordia.
La conversión del corazón es urgente en nuestra sociedad. Nunca habrá una “sociedad de bienestar” verdadera si no hay un corazón renovado y convertido. El bienestar tiene su morada en el corazón. Un corazón apasionado por amor a Jesucristo y gozoso por la entrega a los demás, es un tesoro que nada de lo material puede llenar. La sociedad está cansada de falaces propuestas que ofrecen la barita mágica de la felicidad inalcanzable. ¡Nos os dejéis engañar! La felicidad tiene su fuente en el amor y el amor brota del Amor de Dios. Si a Dios no le dejamos actuar en nuestra vida, por mucho que lo deseemos, nunca seremos felices.
Por eso la propuesta del papa Francisco, en este Año Jubilar de la Misericordia, es una propuesta que tiene su origen en la mejor de la Fuentes que es la de Dios bondadoso y misericordioso. Los cauces, de esta Agua Viva, proporcionan la gracia que santifica a través de los Sacramentos que Jesucristo ha regalado a su Iglesia y que le ha encomendado para que sea ella quien los administre. Por ello, durante este Jubileo, se buscará la forma mejor para que los sacerdotes bien dispuestos dediquen tiempo en el Sacramento de la Confesión y administren la Unción de los Enfermos a aquellos que pasan por la fragilidad y la debilidad de la enfermedad.
La Iglesia Diocesana, a la que todos pertenecemos por el Bautismo, ha de ser sensible a los que más sufren. El cauce mejor será revivir las Obras de Misericordia. Invito para que no sólo las meditemos sino que las pongamos en obra. Durante este Año Santo Jubilar de la Misericordia se irán jalonando programas que nos ayudarán para ponerlas en acto.

3.- El hijo pródigo no se propone buscar un refugio como si fuera un fugitivo, ni quiere alcanzar una meta, ni siquiera un ideal. Tampoco es un cobarde; quiere volver a la casa del Padre, encontrarse con Él, sin importarle ser tratado como uno de los más humildes servidores. ¿Y el Padre? No lo recibe con frialdad, al contrario, decide organizar una gran fiesta, vestirle el mejor traje, matar un becerro cebado. La parábola entera refleja cómo Dios se alegra al perdonar; mucho más que la mujer que encuentra la moneda extraviada o el pastor que encuentra la oveja perdido. ¡Es el hijo el que ha vuelto!, no una cosa ni uno de sus animales más productivos. Es su hijo que estaba como muerto y ha vuelto a la vida. La alegría de Dios misericordioso no podemos ni imaginarla, pero podemos experimentarla. “Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona jamás. Pero es un Padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como hijos, en su casa, porque no deja jamás, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor” (Papa Francisco)
El hermano mayor se mantuvo sumido en la tristeza, no quiere participar de la fiesta, se siente superior a su hermano despilfarrador. No comprende la misericordia, quizás porque no ha sido capaz de vivirla. Pero también a éste se acerca el Padre: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado» (Lc 15, 31-32). Dios Padre nos ama a todos, a los que se saben pecadores y a aquellos que se consideran limpios y buenos; por amor a todos ha enviado al mundo a su único Hijo Jesucristo, que ha muerto por nosotros y por todo el género humano.
4.- Hoy, decía al comienzo, es la fiesta del perdón, el triunfo de la misericordia. No dejéis de acercaros al Cristo de Javier que con su sonrisa nos mira a cada uno con ternura invitándonos a aprovechar esta oportunidad de acercarnos al Sacramento del perdón y experimentar la alegría de ser perdonados. Y al volver a vuestro lugar ordinario, transmitid el gozo de haber sido perdonados y, si sentís la llamada a ser ministros del perdón –la mayor alegría del sacerdote- no os echéis atrás. Dios sigue llamando y necesita de muchos hombres que puedan dispensar el perdón divino. Y si sentís la vocación religiosa para actualizar las Obras de Misericordia, no miréis a otro lado, mirad cara a cara a Cristo que os invita a seguirlo. Hoy todos vosotros, todas vosotras habéis alcanzado el honroso título de “peregrinos de la misericordia”. La sociedad necesita testigos del amor y misericordia de Cristo. ¡Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso!
Pedimos, con devoción, la intercesión de San Francisco de Javier y la protección de la Virgen María, Madre de misericordia.

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