Con solemnidad hemos atravesado la Puerta Santa los que estamos aquí representando a todo nuestro presbiterio en este día de alegría en el que honramos y felicitamos a los que cumplen 25 y 50 años de fidelidad en el Sacerdocio. “Entrar por la puerta, dijo el Papa Francisco, el día de la Apertura, significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno” (Homilía 8-X-2015). Y podemos añadir nosotros: Atravesar la puerta es el signo de nuestro acercamiento a Jesús que ha dicho: «Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (Jn 10,9).

Es además un signo de conversión y de apertura de cada uno de nosotros a Dios y a nuestros hermanos. No tendría eficacia el Año Santo si la puerta de nuestro corazón no dejara pasar a Cristo o no dejara pasar a nuestros hermanos, incluso a los que más puedan molestarnos. Hoy en concreto es también símbolo de comunión con todo el presbiterio de nuestra Diócesis y de comunión con toda la Iglesia. A pocos días de la Pascua de Pentecostés estamos en oración común como estuvieron los Apóstoles reunidos en oración con María, la madre de Jesús y con los hermanos; en ese clima irrumpió de repente “el ruido del cielo como un viento impetuoso… y todos quedaron llenos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar” (Hch 2,1-3).

El Espíritu Santo ha sido redescubierto con nuevo dinamismo a raíz del Concilio Vaticano II y en este tiempo se ha incrementado, de modo insospechado, la vitalidad de la Iglesia tanto en los movimientos en su interior como en la actividad misionera y en la proyección hacia fuera en el mundo actual. Decían del Maestro Ávila que tenía tres grandes amores: La eucaristía, la Santísima Virgen y el Espíritu Santo. En los tres debemos y queremos imitar a nuestro patrón.

La liturgia de hoy nos brinda unas lecturas perfectamente adecuadas a nuestra fiesta de jubileo sacerdotal. En la primera se recoge el discurso de despedida del Apóstol Pablo a los presbíteros de Éfeso en el que por una parte recuerda las luces y las sombras pasadas en aquella comunidad fundada por él; y por otra, señala las dificultades que barrunta en el futuro. Pero en ambas resplandece la fidelidad al ministerio recibido. Pienso que lo mismo nos pasa a todos nosotros y, ya que estamos festejando vuestra fiesta, os ocurre a los que estáis en la cumbre de los 25 o de los 50 años: Mirando atrás también podéis usar las palabras del Apóstol: “He servido al Señor con toda humildad, en las penas y pruebas que me han surgido. Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que he predicado y enseñado en público y en privado” (Hch, 20, 19). Damos gracias a Dios y os damos gracias a vosotros porque habéis cumplido vuestro ministerio como el Señor esperaba de vosotros, también cuando han venido los contratiempos y las dificultades.

No nos busquemos a nosotros mismos fuera de la voluntad de Dios, pues claudicaremos: “Porque los merecimientos no deben calcularse por el goce de muchas visiones o consolaciones, o por ser uno experto en la ciencia de la Escritura sagrada, o por estar constituido en dignidad. Sino por estar fundado en la verdadera humildad e informado de la caridad divina, por su intención de buscar pura y exclusivamente la gloria de Dios, por el cordial desprecio y desestima de sí mismo, y por gozarse más de ser abatido y humillado que honrado de los hombres” ( T.H. de Kempis, Libro III, cap. 7, 21-22).

Con gozo puedo decir que nuestra diócesis está en marcha y se mantiene viva gracias a que vosotros, los sacerdotes, mantenéis con firmeza los compromisos adquiridos; en definitiva, porque sois fieles al querer de Dios. Pablo VI en la Homilía de canonización de San Juan de Ávila, después de recordar las enormes dificultades de su ministerio, incluso su reclusión en la cárcel, comentaba: “Mas Juan no duda. Tiene conciencia de su vocación. Tiene fe en su elección sacerdotal. Una introspección psicológica en su biografía nos llevaría a individuar en esta certeza de su «identidad» sacerdotal, la fuente de su celo sereno, de su fecundidad apostólica, de su sabiduría de lúcido reformador de la vida eclesiástica y de exquisito director de conciencias” (Homilía 31 mayo 1970).

La segunda parte del discurso a los presbíteros de Éfeso mira al futuro que le espera al Apóstol, quizás lleno de dificultades, pero afirma con enorme fe: “Lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús” (Hch 20, 24). También vosotros repetiréis en el fondo del corazón el mismo propósito, cumplir el ministerio con fidelidad hasta el final de vuestros días, poniendo toda la confianza en el Señor Jesús que os eligió y os otorgó el maravilloso don del sacerdocio.

En este clima de intimidad nos detenemos ahora en la “oración sacerdotal” que hemos escuchado en el evangelio. Jesús, sumo Sacerdote, se dirige al Padre para pedirle primero por sí mismo -“glorifica a tu Hijo”-, luego por los discípulos -“tuyos eran y tú me los has dado”- y en tercer lugar por toda la comunidad -“ruego también por aquellos que por medio de su palabra creerán en mi”- (Cfr Jn 17, 1-12). En cuanto a los discípulos que son nuestros predecesores hace una defensa laudatoria: “Han creído que tú me has enviado” (Jn 17,8). Nosotros también lo creemos: estamos aquí porque tenemos fe, porque se nos infundió en el bautismo, se reafirmó en la confirmación y se hizo visible en nuestra ordenación. Somos creyentes y podemos decir como aquel del evangelio: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Nuestra fe ha de iluminar la de nuestros fieles.

Además de la alabanza Jesús rezó de modo especial por los discípulos y por nosotros: “No ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, y son tuyos” (Jn 17, 9). En verdad somos objeto de la oración de Jesús que es eficaz. Si en el sermón de la montaña repetía con fuerza, pedid y se os dará, llamad y se os abrirá, con cuanta más razón se hará realidad lo que el mismo Jesús, el Sumo Sacerdote, implora. Nosotros, como él, llevamos al altar las necesidades de nuestros fieles, de los enfermos, de los que más necesitan; y cuando recitamos la oración en la liturgia, la terminamos con las mismas palabras de intercesión: “por nuestro Señor Jesucristo”.

Es bien conocida la frase de San Agustín: “El Señor nuestro Jesucristo es el que reza por nosotros, el que reza en nosotros y el que es rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra cabeza, es rezado por nosotros como nuestro Dios. Reconocemos, por tanto, en él nuestra voz y en nosotros su voz” (Enarrationes in Psalmos 85,1). Si en esta eucaristía entrañable tuviera que daros un consejo, sería este: No abandonéis nunca la oración, dedicad un tiempo incluso en los días de mayor ajetreo y de mayor trabajo pastoral para quedaros a solas y en intimidad con el Señor, no olvidéis hacer Ejercicios Espirituales cada año, los tiempos libres dedicadlos a lo esencial y no a cosas supérfluas… Bien apoyados en la oración seremos capaces de experimentar la misericordia de Dios y hacer que nuestros hermanos la experimenten.

He comenzado citando unas palabras del Papa Francisco en la apertura de la Puerta Santa, voy a terminar con la parte de la oración que él ha compuesto para esta año en lo que concierne a nosotros, sacerdotes: “Tú has querido que también tus ministros fueran revestidos de debilidad para que sientan sincera compasión por los que se encuentran en la ignorancia o en el error: haz que quien se acerque a uno de ellos se sienta esperado, amado y perdonado por Dios. Manda tu Espíritu y conságranos a todos con su unción para que el Jubileo de la Misericordia sea un año de gracia del Señor y tu Iglesia pueda, con renovado entusiasmo, llevar la Buena Nueva a los pobres, proclamar la libertad a los prisioneros y oprimidos, y restituir la vista a los ciegos”.

Concluimos como de costumbre con una mirada a María, Reina y madre de Misericordia y le pedimos: “¡Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”!

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