Al fondo del binomio: libertad y pecado, está la pregunta ¿realmente somos absolutamente libres o tenemos muchos condicionantes que merman la total libertad para obrar o no obrar, hacer una cosa u otra, de una manera o de otra?

Los filósofos antiguos llamaron a la capacidad de elegir “libre albedrío”. Platón tenía una visión dualista del ser humano, así como San Agustín, seguidor de su filosofía. Según esta concepción lo corporal era la causa que mancillaba la pureza de lo espiritual. Después llegaron las grandes disquisiciones y polémicas de la escuela de teología de Salamanca del siglo XVI sobre el libre albedrío, la omnipotencia de Dios, la gracia y la predestinación. Nos interesa citar aquí estos desafíos morales sólo para mostrar lo intrincado que es el tema de libertad y pecado y poder apoyarnos en la síntesis más acertada, que da el Catecismo de la Iglesia Católica.

“La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad”. (nº 1739).

Algunos dicen que son libres cuando “hacen lo que les apetece o lo que les da la gana, lo que es su goce y satisfacción o cuando dejan de controlarse”. Esto es libertinaje, que busca sólo su bien personal egoísta, pero que resulta en definitiva ser su desgracia. Se olvidan de que viven relacionados con otras personas, que hay que tener en cuenta y de la responsabilidad personal de cada acto, que es imputable a quien lo hace. El egoísmo excluye la fraternidad y la ley moral, rompe la caridad con los demás y va contra la propia libertad. La libertad no consiste en hacer lo que uno quiere.

El pecado esclaviza. En una de la diatribas de Jesús con los judíos dijo a los que habían creído en Él: “Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 831-2) Al replicarle que nunca fueron esclavos, Jesús les respondió: “Todo el que comete pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34). Jesús afirma que el pecado es oposición a la voluntad de Dios y sumisión al diablo. Ésta es la más grande de las esclavitudes. Los hijos de Dios gozan de la libertad sana y verdadera, que consiste en hacer el bien (Rm 8,21) y no así los hijos del demonio y de las tinieblas que están sometidos al mal.

Por eso San Pablo afirma: “Para ser libres nos libertó Cristo: manteneos, pues, firmes y no os dejéis someter por el yugo de la esclavitud” (Gal 5,1). La gracia no condiciona la libertad, sino que le ayuda para elegir siempre el buen camino. Así, somos más libres cuanto más seguimos las instrucciones del Espíritu Santo para trabajar en la Iglesia por la salvación del mundo.

Algunas veces, puede disminuir la responsabilidad de una acción por factores externos como la presión social o motivos internos, como desequilibrios psicológicos que suponen violencia, temor o ignorancia. La libertad más plena consiste en ordenar todas las acciones a Dios que es el Supremo Bien. Los cristianos al ejercer el derecho a la libertad, especialmente en religión y moral, cumplimos una exigencia inherente al respeto a lo más profundo del ser humano, que son sus decisiones fundamentales de conciencia. Recordamos a los Apóstoles que afirmaban ante el sanedrín que los juzgaba: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Sólo es libertad verdadera aquella que elige siempre el bien. Cuando se anula la verdad se pierde la libertad. Por eso pedimos en una oración: “Dios omnipotente… que podamos libremente cumplir tu voluntad” (Domingo XXXII del Tiempo ordinario, Colecta: Misal Romano).

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