Esta es la madre de todas las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3-12). El ser humano es feliz cuando se coloca en el lugar que le corresponde como creatura. Acepta que ha sido creado por Dios para obedecerle y ser feliz en esta vida y eternamente en el Cielo. Se siente dependiente de Dios, débil, pobre, necesitado de Él, mendigo de su providencia y misericordia. Esta actitud no es un sometimiento irracional y ciego, sino la respuesta a los principios fundamentales que lleva gravados en su corazón.

Cuando no acepta con gratitud y amor esta ley básica de la conciencia y se rebela le va muy mal, no es feliz. El ejemplo de lo que le pasa está narrado en el libro del Génesis. La primera humanidad quiso emanciparse de Dios. “Seréis como Dios” les dijo el tentador. Desobedecieron a Dios. Quisieron dominar la ciencia del bien y del mal y ser los dueños y programadores de la vida y de la tierra. Automáticamente se dieron cuenta, con vergüenza y dolor, de su fracaso. Vieron que estaban desnudos, es decir, indefensos ante la naturaleza y ante ellos mismos. Tuvieron que ganar el pan con el sudor de su frente. La tierra les fue hostil. La violencia y la muerte tocaron lo más profundo de sus afectos. Esta historia se repite en la humanidad.

Los auténticos pobres en el espíritu son los “necesitados de Dios”. Son felices yendo contracorriente del mundo. El mayor ejemplo es María, “la esclava del Señor”. Ella canta en el Magnificat que está feliz y alegre y glorifica al Señor porque aceptó con toda libertad su proyecto y dijo: “Hágase en mí según tu palabra”. A ella le llaman bienaventurada todas las generaciones, en cambio los prepotentes, poderosos, ricos que se sustentan en sí mismos, sobrados de sí mismos, cayeron de sus tronos y fueron despojados de todo, hasta de su lamentable historia y de sus nombres. Los santos han sido felices aún en medio de persecuciones, tribulaciones y pruebas de la vida. Aceptaron ser “inútiles siervos en las manos del Señor y que sólo hicieron lo que tenían que hacer” (Lc 17,10).

“Los pobres de Dios” son humildes y mansos de corazón. Actúan con bondad, cordialidad y serenidad. Como San Francisco de Sales, que siendo de naturaleza violenta, se convirtió en el santo de la dulzura. Atrajo a la Iglesia a miles de personas con su mansedumbre. Decía: “Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”.

La Beata Madre Teresa de Calcuta, pronto santa, expresa su pobreza cuando consuela y llora con los que sufren. Ahora, ella y los que la siguen, encuentran el consuelo y el reconocimiento ya en esta tierra y después en el cielo. Los perdonadores y los que trabajan por la paz aparecen como débiles ante la gente del mundo, pero son felices porque se han liberado del veneno de la venganza, el odio y el desquite. San Juan Gualberto siendo caballero de espada y lanza, estuvo a punto de vengarse matando al que asesinó a su hermano Hugo. Lo tenía bajo su espada cuando le vino a la mente cómo murió Jesús en la cruz perdonando y orando por los que lo crucificaban. Los limpios de corazón son las personas veraces, auténticas, de una sola palabra, que no tienen doblez, que tienen el corazón lleno de amor puro. Como Santa María Goretti, mártir de la pureza.

La última de las ocho bienaventuranzas, que cita San Mateo, es actual como todas las demás. “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos”. “Los pobres de Dios” viven con serenidad y confianza esta realidad porque se apoyan en la fortaleza de Dios. Saben que ni un solo cabello de sus cabezas caerá sin que Él lo permita. Saben que la perseverancia en el bien siempre vence al mal (Lc 21, 18-19).

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