Ordenación sacerdotal de Rubén Martínez

1.- “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa” (Sal 16,5). Este salmo proclama la relación del sacerdote con Dios. En el Antiguo Testamento los levitas no recibieron, como sus hermanos, una porción de la tierra prometida, porque su misión era servir al templo en exclusiva. Los Santos Padres lo aplican a Jesús que no tuvo otra herencia que cumplir la voluntad del Padre: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,7). Nosotros –vosotros los que vais a recibir los ministerios y especialmente tú, Rubén, que vas a recibir el presbiterado-, todos nosotros hemos recibido como lote de nuestra heredad revestirnos de Jesucristo hasta poder decir como San Pablo: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
Este acontecimiento de tu ordenación es causa de una enorme alegría para el Seminario Redemptoris Mater, para nuestra diócesis de Pamplona y para la Iglesia entera: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal 97,1). La gran maravilla es hacer del sacerdote representante de Cristo, del mismo Cristo. A Él solo debemos imitar y representar. En los ejercicios espirituales que ha dirigido el Papa a los sacerdotes a principios de este mes decía “Fíjate que los tesoros del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Él pasaba sus jornadas entre la oración al Padre y el encuentro con la gente. No la distancia, sino el encuentro. También el corazón del pastor de Cristo conoce sólo dos direcciones: el Señor y la gente, el Señor y nuestros fieles” (Ejercicios en el jubileo de los sacerdotes, junio 2016).
La Palabra de Dios gira hoy en torno a la vocación. La primera lectura narra la unción de Eliseo como profeta: Estaba arando cuando “Elías pasó a su lado y le echó el manto por encima” (1Re 19,19). En tu caso será el Obispo, representante de Cristo quien impondrá sus manos sobre tu cabeza en señal de transmisión del Espíritu Santo, y también todos los sacerdotes presentes harán lo mismo en señal de acogida dentro del presbiterio, y pasarás a formar parte de los consagrados a Cristo. ¿Cómo no va a ser motivo de alegría la ordenación de un nuevo sacerdote? A lo largo de la historia de la salvación Dios ha ido eligiendo a los protagonistas del proyecto divino de salvación de uno en uno. Primero fue Abrahán, invitado a dejar su casa y su parentela, luego Moisés llamado a sacar al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, más tarde Elías y Eliseo y todos los profetas, escogidos cada uno personalmente, según el oráculo de Isaías: “Mira que Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío” (Is 43,1). Al llegar la plenitud de los tiempos es Jesús, sumo sacerdote, quien eligió a los apóstoles, también uno a uno y les lanzó el reto que también nosotros hemos escuchado: “Ven y sígueme” (Lc 9, 59). Es siempre la iniciativa de Dios que nos llama y nos da los dones y gracias suficientes para permanecer fieles hasta el final de nuestros días. Eliseo recibió la herencia de Elías, nosotros la recibimos de Jesús.
Cada día experimentamos la iniciativa de Dios que nos llama a seguir a Jesucristo, capaz de compadecerse de nuestras flaquezas, que ha pasado la prueba del sufrimiento y puede ayudarnos a pasarla. Y cada día se manifiesta claramente que este caudal de gracia que recibimos no es un privilegio para nosotros. Nos enriquece y nos realiza como seres humanos, pero no se queda en nosotros, se comunica hasta alcanzar a toda persona que viene a este mundo. En esta realidad, verificamos el lema de este año para el Día del Seminario: la alegría de anunciar el Evangelio.

2.- El Evangelio que hemos escuchado pone de relieve varias escenas que subrayan las características de la llamada de Jesús. Aparecen cuatro protagonistas que con su actitud negativa dan pie a otras tantas enseñanzas, de las que hoy debemos tomar nota. Primero los Apóstoles Santiago y Juan que piden venganza para los samaritanos que se negaban a recibir al Señor: “Manda fuego sobre ellos” (Lc 9,54). “Y Jesús les reprendió” (Lc 9,55). Es la actitud cristiana que S. Ambrosio subraya diciendo que “la virtud perfecta no guarda ningún deseo de venganza, y que donde está presente la verdadera caridad no tiene lugar la ira y, en fin que la debilidad no debe ser tratada con dureza” (Expositio Evangelii sec. Lucam, 9,55).
El año de la misericordia que estamos viviendo nos invita a rechazar todo afán negativo ante el pecador; todo lo contrario, a acogerle siempre, pues como enseña en Catecismo de la Iglesia Católica “el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador” (n. 1465). Ni siquiera con aquellos que parecen rechazar al Señor y llevan a cabo acciones nefandas y, con frecuencia, blasfemas nos vamos a mostrar iracundos. Eso sí, denunciaremos esos actos como contrarios a la libertad, a la vez que haremos actos de desagravios porque sabemos que el mal se vence con abundancia de bien.
Hay todavía en el texto evangélico otros tres protagonistas. El primero quiere seguir a Jesús obviando las exigencias, y recibe una respuesta clara “el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9,58). Nuestro Señor no ofrece seguridad o bienestar; nosotros no vamos a seguirle para ganar dinero ni para conseguir poder. Ser sacerdote es toda una aventura que nos aleja de toda comodidad, de todo aburguesamiento; estaremos “como de camino”, desprendidos de todo apego humano. El desprendimiento ha de ser radical: no tener nada como propio, no buscar prebendas ni honores. “Es preciso dejar un amado por otro, porque Jesús exige ser amado Él solo sobre todas las cosas. El amor de las criaturas es falaz e inestable; el amor de Jesús, en cambio, es fiel y permanente. El que se adhiere a una criatura caerá con ella, pues es caediza; el que se abraza a Jesús perseverará firme hasta el fin” (Tomás H. de Kempis, Imitación de Cristo, Libro II, cap. 7 nº 2-3).
El siguiente protagonista del Evangelio de hoy escuchó claramente el mandato de Jesús, sígueme, y respondió con una petición del todo razonable: “Permíteme ir primero a enterrar a mi padre” (Lc. 9,59). Es lógico y hasta piadoso enterrar a los muertos, pero no es lo más urgente. Los seguidores de Jesús tienen prisa por estar con Él: “Caritas Christi urget nos”. Nada ha de retrasar nuestra decisión. A propósito de esto me gusta repetir que el sacerdote no debe dejar su oración por muchas y apremiantes que sean sus obligaciones ministeriales.
El último protagonista pidió también un permiso como había hecho Eliseo: “Pero primero permíteme despedirme de los de mi casa” (Lc 9,61). La respuesta de Jesús es contundente: “Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios” (Lc 9,62). La moraleja para nosotros es evidente y así lo han puesto de relieve los Santos Padres y los santos: “A veces la voluntad parece resuelta a servir a Cristo, pero buscando al mismo tiempo el aplauso y el favor de los hombres (…) Se empeña en ganar los bienes futuros, pero sin dejar escapar los presentes. Una voluntad así no nos permitirá llegar nunca a la verdadera santidad” (Juan Casiano, Collationes, 5). El sacerdote que, sin darse cuenta, sigue apegado a las cosas que dejó, incluso a las cosas buenas queda inhabilitado para ejercer el ministerio con auténtica libertad. Nuestra vida exige dedicación total, confianza plena en Dios y audacia para seguir los pasos de Jesús. El Santo Padre en la homilía que clausuró el jubileo sacerdotal, del que os hable al principio, proponía tres aspectos del perfil del sacerdote actual y los resumía con tres palabras, buscar, incluir y alegrarse. “Buscar. El pastor, según el corazón de Dios, no defiende su propia comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, sino que, por el contrario, sin temor a las críticas, está dispuesto a arriesgar con tal de imitar a su Señor. Incluir a todas las almas puesto que el sacerdote como buen pastor camina con ellas y las llama por su nombre para reunir a las que todavía no están con él. Alegrarse, puesto que Dios se pone muy contento y su alegría nace del perdón, de la vida que se restaura, del hijo que vuelve a respirar el aire de casa” (Jubileo Sacerdotal, 3 de Junio 2016).

3.- Una palabra a propósito del texto de Gálatas: “Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche el egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor” (Gal 5,13-14). No podíamos tener un resumen mejor de nuestra identidad de sacerdotes. Hemos sido llamados, has sido llamado tú hoy, querido Rubén, a la libertad de los hijos de Dios, es decir, a romper todos los muros que nos tienen oprimidos. Nuestro ministerio fundamental es la Eucaristía y el Perdón: en la Eucaristía ofrecemos el nuevo sacrificio desde donde sale el sol hasta su ocaso; en la Eucaristía se rompen todos los muros de tiempo y de espacio, lo abarca todo, lo salva todo. Y en el perdón se rompen las cadenas del pecado que nos esclavizan. No hay palabras más bellas que las que el Señor dijo a la mujer adúltera y que tú repetirás miles de veces a quienes se acercan arrepentidos al confesonario: “Vete en paz y no peques más”. Sólo una esclavitud permanece, a tenor de las palabras de S. Pablo, la de querer a nuestros hermanos, a todos y, muy en especial, a los sacerdotes. Vivir la fraternidad es cumplir el mandamiento nuevo: Amaos como yo os he amado.
4.- Terminamos con la Virgen nuestra Señora. En los ejercicios del Santo Padre Francisco a los sacerdotes dedicó una meditación a glosar que “María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su seno”. Todos nos sentimos mirados por María que nos ama como Madre y ahora, de modo especial, que vamos a iniciar el rito de la Ordenación Sacerdotal de Rubén y la recepción de los Ministerios de Lector y Acólito de ocho seminaristas:
-Del Seminario Diocesano Mayor de San Miguel Arcángel: -Héctor Arratibel de Lerín, -Jorge de Barañaín, -José Ángel de Pamplona.
-Del Seminario Diocesano Misionero del Redemptoris Mater: -Ali Saud de Perú, -Héctor Aguilera de Venezuela, -Renato de Argentina, -Jonatán de Bilbao y Albersi de República Dominicana.

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