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No hay mayor ignorancia que la de quien niega lo evidente. Me ha ocurrido más de una vez y es cuando en el momento que se produce una conversación e interviene un ignorante, generalmente nunca se considera falto de inteligencia ante los hechos o ante las informaciones puesto que cree que es el mejor entendido en la materia. Es el orgullo de quien tiene la plena convicción de que lo sabe todo y no se rinde ante la realidad puesto que la margina. Lo mismo sucede en el que se auto-convence que el pecado no existe. Es tan real el pecado como la vida misma. Las tinieblas existen y la luz las disipa.

La carta de San Pablo a los gálatas opone las obras de la carne a los frutos del Espíritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, borracheras, orgías, y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (Gal 5, 19-21). Basta hacer este elenco de pecados que podemos detectar la situación en la que vivimos muchas veces.

A la hora de discernir si nuestro corazón está en el camino recto o no debemos recordar que “de dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15, 19-20). Por ello comprobamos que la raíz del pecado está en el corazón del ser humano y en su libre voluntad puede seguir sus propios gustos y deseos o seguir las enseñanzas del Señor que son las que nos realizan como personas y nos conceden abundantes gozos y alegrías. La alegría no puede sostenerse en las propias apetencias que siempre van envueltas en falsas promesas. Basta comprobar las consecuencias que produce la caída en el pecado, siempre deja una amargura e insatisfacción interior que lleva a la tristeza.

Los pecados son graves o leves según interrumpan la corriente del amor de Dios y del prójimo en nuestra vida. Los Diez Mandamientos son la guía de ruta que marcan nuestras actitudes o actos para el bien o para el mal. El pecado es una ofensa a Dios porque desprecia el amor que Dios nos tiene y nos aparta de Él, es “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, civ. 1, 14,28). El pecado mortal –nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica- destruye el amor en el corazón del ser humano puesto que se opone a la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno. Porque el infierno es la ausencia del amor de Dios.

Por otra parte el pecado venial debilita la caridad, impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y nos atrofia para ser más libres. Así nos lo sigue expresando la enseñanza de la Iglesia, al analizar este pecado, recordándonos que no nos priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad ni de la bienaventuranza eterna. No obstante siempre se nos advierte que el pecado por muy leve que sea no debe hacernos caer en la insensatez de que poco puede influir en el camino hacia la santidad. Un pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. Lo más inteligente y sabio es la de descubrir la grandeza de nuestra vida que es propiedad de Dios y no nuestra; quien se apropia de sí mismo pierde su propia identidad.

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