L os grandes santos nos han mostrado, a través de la historia, que por mucho que el ser humano se empeñe nunca alcanzará su propia salvación. Es la experiencia de los que entregan su vida por amor y que tienen un modelo al que nadie puede superar pero sí imitar: Jesucristo. Estamos en el tiempo de Semana Santa y bien podemos constatar y considerar que la acción de Dios se nos hace familiar y agradecida. Es verdad que se han convertido en las vacaciones de la primavera y para muchos es un tiempo de descanso que facilita armonizar el stress de la vida misma. Pero me pregunto: ¿No es verdad que los actos litúrgicos, acompañados por la devoción popular de las procesiones, nos ayudan a mirar la efigie de Cristo que se entrega por nosotros? ¿A alguien se le puede pasar por alto la imagen del dolor de Dios en la Cruz? Es aquí donde por mucho que queramos olvidar estos días se hace patente un sentimiento religioso que a todos afecta.

Nadie puede negar en realidad que el sufrimiento exista y es algo que se hace presente en la vida y que se va dando de muchos modos y maneras. A estos sufrimientos de amplias caras se les puede afrontar con la cercanía de la cruz o se desespera de ellos afrontándolos con desprecio. Es el mismo Cristo que ante estas circunstancias nos invita que acudamos a él puesto que su alivio será fecundo y consolador (Cfr. Mt 11, 28). “Cualquier otra carga te oprime y abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero cuando más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela” (San Agustín, Sermones 126, 12). Cristo muere por amor y por lo tanto nos hace partícipes de su vida para que nos dejemos, como un imán, atraernos por él. Por eso la salvación viene de Dios, basta que seamos generosos con él.

El Hijo de Dios vino a salvarnos aunque, para ello, tuvo que sufrir la muerte de la cruz. Es algo que la razón no logra comprender pero se afirma más desde el corazón que ama. Desde él se entiende. Tenemos experiencias maravillosas como aquella madre que viendo cómo su hija iba a ser atropellada se lanzó instintivamente, la empujó y se salvó. Pero la madre murió en el lugar de su hija. Desde el egoísmo no se entiende, sólo desde el amor oblativo se puede comprender. Hay razones que la razón no da, pero el corazón encendido de amor entiende. “También nosotras debemos sufrir, pero nuestro sufrimiento es un regalo de Dios si de él sabemos servirnos correctamente. La cruz está junto a nuestras vidas, y por ello agradecemos a Dios por ella” (Madre Teresa de Calcuta, I fioretti di Madre Teresa de Calcuta, pag. 95).

La Semana Santa nos ayuda a profundizar en este gran misterio de amor. El drama de la cruz nos hace ver que a Dios se le puede gritar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Es el silencio de Dios que no da respuesta alguna. Como nos sucede en el momento del sufrimiento, por más que recurrimos a él, no da respuesta. ¡Pero qué grande es Dios que no da respuestas porque él es la respuesta, se pone en nuestro lugar, asume nuestras fatigas, dolores y pecados! “¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefable gloria de la pasión! En ella podemos admirar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado… Porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y origen de todas las gracias: por ella, los creyentes encuentran fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte” (San León Magno, Sermo 8 de Passione Domini, 7). Os deseo unos días llenos de gracia y amor de Dios.

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