La oración ¿tiene sentido?
Con sinceridad y nobleza se puede decir que la oración, en el camino espiritual, es tan importante como el oxígeno para nuestros pulmones. Tal vez no hemos experimentado profundamente la oración porque una de las causas de muchos males sicológicos está en el hecho de no saber “guardar silencio” interior. Son tantos los ruidos externos y las manías de estar siempre ocupado con los aparatos y los medios tan sofisticados de hoy que en el momento que no hago nada, me siento inútil. La oración es un momento de profundo reconocimiento de lo que es la propia identidad. Parece mentira que en esta sociedad tan tecnificada y tan completa de tantos saberes se puedan dar tantos abusos de todo tipo y entre ellos el no saber quién es el ser humano. Sin la auténtica oración nos podemos convertir en autómatas.
La oración nos hace reconocer que somos hijos de Dios, de un Padre que nos ama y nos escucha con tanta atención que a pesar de nuestros límites sólo quiere que confiemos en Él. No se hace el desentendido sino que ya sabe todo de nosotros y, antes de que nosotros lo sepamos, Él ya lo sabe. La oración sólo se entiende desde la humildad y tiene tanta fuerza que nos hace cambiar el corazón y nos hace comprender mejor cómo es Dios, un amigo que nos ama y nos convierte en humanidad nueva. “Para esto es importante hablar con el Señor, no con palabras vacías, como hacen los paganos. No, no, hablar con la realidad: ‘Pero, mira, Señor, que tengo este problema en la familia, con mi hijo, con este, con el otro… ¿Qué se puede hacer? ¡Pero mira que tú no me puedes dejar así! ¡Esta es la oración! ¿Pero tanto tiempo lleva esta oración? Sí, lleva tiempo” (Papa Francisco, Capilla Santa Marta del Vaticano, 3 de abril 2014).
La oración no es una varita mágica para resolver los problemas sino una cercanía con Dios al que relatamos y comunicamos todo lo que somos y todo lo que nos sucede. Pero también la oración nos ayuda a mirar la vida a la luz de su Palabra que está contenida en la Sagrada Escritura. Dios me habla a través de ella y en ella encuentro el camino que he de recorrer para no equivocarme. Y durante este tiempo de andadura vital tenemos la gran suerte de estar acompañados por el Espíritu Santo. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os daré otro Paráclito (=El que acompaña, consuela, protege, defiende…) para que esté con vosotros siempre: El Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros” (Jn 14, 15-17).
Quien persevera en la oración gusta en todo momento asociar su propia voluntad a la voluntad de Dios. Como Jesús en Getsamaní hemos de orar poniendo todo en manos de Dios y confiándole nuestros deseos y voluntades, sin pretender que Dios se amolde a nuestras opiniones y exigencias, a nuestros deseos y pareceres. Es el momento más importante en la oración puesto que pueden desaparecer nuestros sentimientos para dejar paso al designio de Dios. Cuántas veces nos ocurre que por buscar nuestra propia voluntad estamos empecinados y a la postre nos crea interiormente una desazón que no esperábamos, pero si cumplimos con lo que Dios quiere inmediatamente el gozo inunda nuestra vida.
La espiritualidad cristiana tiene su fuerza desde el momento que reconoce la comunión con Dios que se purifica y se autentifica en el cumplimiento de su voluntad. “La práctica de la presencia de Dios es muy buena, pero me parece que adquirir la práctica de cumplir la voluntad de Dios en todas nuestras acciones es todavía mejor; pues esta abraza a la otra. Por otra parte el que se mantiene en la práctica de la presencia de Dios puede a veces no cumplir con ella la voluntad de Dios… Sí, hermanos míos, podéis ser tan agradables a Dios trabajando en vuestras tareas de cocina o de despensa como nosotros predicando y enseñando el catecismo” (San Vicente de Paul, nº 313).