E l canto a la Navidad nos lo muestran aquellos que rodean el portal de Belén: “Gloria a Dios en la alturas y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace” (Lc 2, 14). La celebración de tal acontecimiento era la manifestación de un gozo especial: “Y los pastores se volvieron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, tal como se les había dicho” (Lc 2, 20). Nadie se acerca a Jesucristo ni lo busca de forma perezosa sino exulta de alegría al contemplar la grandeza que Dios realiza. La persona que ha dado posada a Dios en su corazón vive con alegría la visita del Señor, y esa alegría da alas a su corazón como si volara. Es un tiempo de contemplación y de adoración, no es tiempo de superficialidad que con tanta facilidad se puede caer.

Hoy hay una gran demanda de auténtica espiritualidad. Desde los inicios del cristianismo y siguiendo las huellas de lo que ocurrió en Belén se ponen manos a la obra las primeras comunidades cristianas. “Que el Dios de la paciencia y de la consolación os dé un mismo sentir entre vosotros según Cristo Jesús, para que unánimemente, con una sola voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15, 5-6). La hondura espiritual se manifiesta desde esta perspectiva y toda la vida cristiana tiene como único objetivo el alabar a Dios. Los grandes santos se caracterizan por este modo de vida y entregan todo su quehacer y obrar para este fin. Ante una sociedad tremendamente tecnificada y donde se exalta el éxito de la productividad y del consumo no hay otra medicina mejor que llevar a la práctica la espiritualidad del silencio que se hace alabanza. Es lo mismo que sucedió en Belén.

Todo lo cual nos lleva a dar el paso, para cultivar nuestra experiencia humana y cristiana, de familiarizarse con la forma de pensar de Jesucristo. Pero ¿cómo es posible conocer la mente de alguien que vivió en la tierra hace más de dos mil años? Leyendo la historia que nos relatan los evangelios. La lectura de la Palabra de Dios y sus relatos nos acercarán a la vida de Jesucristo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado” (Jn 17, 3). ¡Cuánto han de cambiar las costumbres, las actitudes, los modos de relacionarnos, la forma de comportarnos y la educación en humanizarnos! Sin un sentido transcendente de la vida todo se infravalora.

La Navidad no se puede denominar Navidad ante al consumo materialista que viene favorecido por intereses económicos y alimentada por la superficialidad hasta convertirla a la misma en un frenesí que lo único que produce es malestar interior. El entusiasmo desmedido o el desenfreno en las fiestas deja un poso de excitación donde se mueven con holgura los pecados capitales: gula, lujuria, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Digo esto porque cuando no se tiene freno se desatan todos los humores anímicos y el desbarajuste es total. Después nos lamentamos inútilmente. ¡Esto no es Navidad! Recuerdo que una persona me dijo en una ocasión: “Las fiestas están para divertirse no para pervertirse”. Y la diversión sana y auténtica no sólo lleva a la felicidad sino que hace felices a los demás sin estridencias sino con la actitud de ver en los demás personas a las que respetar, ayudar y servir. La Navidad es fraternidad que gusta de un amor que nos trae el Niño que nació en Belén. Solamente los sencillos de corazón entienden la Navidad y pueden desearse: ¡¡¡Feliz Navidad!!!

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