Hay una realidad que no hemos de olvidar que, mientras vivamos en este mundo, todo ser humano se bamboleará entre el pecado y la gracia santificadora. A veces somos tan puritanos y, con grandes rasgos farisaicos, que pensamos y nos avergonzamos del pecado ajeno pero no del propio. Se oye decir: “Yo no tengo pecados de los que arrepentirme”. ¡Es una mentira! Nadie puede decir que no es frágil, débil y pecador. Todos los somos. “El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra primero” (Jn 8, 7). Pero ante tales males hay una medicina que nos sana y salva: Jesucristo Salvador del género humano que se ha ofrecido por nosotros y nos concede su perdón misericordioso si somos humildes. No hay medicina mayor que ésta, pues tiene tanta fuerza que abre las puertas de la Gloria que es el Cielo. Lo demás pasa y hasta el pecado se borra si nos fiamos y confiamos en el Amor Misericordioso de Dios.

La Iglesia está compuesta de seres humanos y por lo tanto también en ella se hace presente el pecado puesto que sus miembros son limitados. Ahora bien la Iglesia tiene a su Fundador que es Santo. De ahí que se afirme que la Iglesia es santa y pecadora. Es santa por su Fundador y es pecadora por sus miembros. A esta Iglesia yo amo con toda mi alma, a esta Iglesia que tantas veces, en sus miembros, ha escandalizado y ha roto la alianza de amor que Jesucristo ha sellado con su entrega generosa en la Cruz, a esta Iglesia que en sus instituciones no ha dado la talla y ha mancillado gravemente la finalidad a la que está llamada, a esta Iglesia que se ha mostrado muchas veces en la historia con actitudes inquisitoriales, a esta Iglesia que a pesar de sus miembros frágiles y débiles ha sido objeto de crítica tan mordaz que se la quiere destruir… A esta Iglesia nadie la podrá destruir porque quien la sustenta es la fuerza del Espíritu Santo.

En la historia de esta Iglesia bella por su Fundador y afeada por el pecado de sus miembros que nadie pretenda derrocarla pues ya lo dijo el Señor: “Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). La Iglesia ha resistido más de veinte siglos y las tormentas han sido muy fuertes en algunos momentos, otros ella misma se ha deslizado por caminos de conveniencia y otros han sido momentos de infidelidad. No obstante nunca ha faltado la fuerza amorosa y misericordiosa de Dios puesto que “Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua por la palabra, para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27). La gracia vencerá y resplandece más que el pecado.

Nunca me olvidaré del testimonio que, a un cierto momento, donde la Iglesia sufría los reproches y calumnias de muchos, mi gran amigo el sacerdote José Luis Martín Descalzo escribió un libro sobre “Razones para el amor”. En él habla de las cinco razones por las que ama a la Iglesia y hubo un texto que me ayudó mucho en aquellas circunstancias: “Amo a la Iglesia porque ha salido del costado de Cristo. ¿Cómo podría no amar yo aquello por lo que Jesús murió? ¿Y cómo podría yo amar a Cristo sin amar, al mismo tiempo, aquellas cosas por las que Él dio su vida? La Iglesia –buena, mala, mediocre, santa o pecadora, o todo eso junto- fue y sigue siendo la esposa de Cristo. ¿Puedo amar al esposo despreciándola? Pero, me dirá alguien, ¿cómo puedes amar a alguien que ha traicionado tantas veces el evangelio, a alguien que tiene tan poco que ver con lo que Cristo soñó fuera? ¿Es que no sientes nostalgia de la Iglesia primitiva? Sí, claro, siento nostalgia de aquellos tiempo en los que, como decía San Irineo, la sangre de Cristo estaba todavía caliente y en los que la fe ardía con toda viveza en el alma de los creyentes. Pero ¿es que hubiera justificado un menor amor las nostalgia de mi madre joven que yo podía sentir cuando mi madre era anciana? ¿Hubiera yo podido devaluar sus pies cansados y su corazón fatigado?”

En estos momentos que vivimos con sus luces y sus sombras no hemos de dejarnos llevar por los malos agoreros que ponen el énfasis de sus críticas en las sombras más que en las luces. Dejemos que corra el río limpio para que purifique las malezas puesto que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5, 20).

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