Cuando uno abre los medios de comunicación social, es ya habitual comprobar la fiebre de amor sin fondo que –en muchos programas- se manifiestan. Todo un juego aparentemente de contextura libre y de orientación hacia la manifestación de lo que debe ser la relación entre personas que están obsesionadas por colmar sus pasiones. Decía Aldous Huxley: “En la medida en que la libertad política y económica disminuyen, la libertad sexual tiende a aumentar” (Cfr. Un mundo feliz, 10). La desorientación de la vida humana viene dada porque falla el amor y si falla tal don inmenso para la vida, la vida se convierte en una erosión que destruye.

Si antes se hablaba, con cierto engolamiento cultural, que la religión era el opio del pueblo hoy se afirma -con sutil soberbia- que Dios ha muerto y ya no existe. Es muy común escuchar que la religión ya no tiene sentido porque le falta su contenido fundamental: Dios. Pero ante tantas digresiones y diversificaciones se afirma, con soberbia y orgullo, que a Dios le ha sustituido el ser humano. Lo importante es el hombre que es el creador de sí mismo. Del teocentrismo al antropocentrismo. Es la tragedia fuerte y destructora donde el hombre se ama por sí mismo y no necesita a nadie más. Esto nos lleva a considerar que se requiere volver a las fuentes de la auténtica sabiduría. Por eso bien se puede gritar: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1Jn 4, 16).

Escuchando a un gran predicador -el Padre Raniero Cantalamessa- él suele decir que hay un ámbito en el que la secularización actúa de modo particularmente difundido y nefasto, y es el ámbito del amor. La secularización del amor consiste en separar el amor humano, en todas sus formas, de Dios, reduciéndolo a algo puramente “profano”, donde Dios está “de más” e incluso molesta. La conjunción del amor de Dios y el amor al prójimo constituye la auténtica armonización de la humanización. Pero hemos de tener cuidado porque siendo el amor la fuente originaria de cada ser, hemos de superar ciertos escollos.

Aún recuerdo leyendo y meditando la encíclica del Papa Benedicto XVI sobre Dios es Caridad, que advierte cómo se han de superar ciertas tendencias. “La primera son los fundamentalismos religiosos que vinculan el nombre de Dios con el odio, la violencia, el terror y la guerra. Sin embargo el amor de Dios nos colma” (Cfr. DCE, 1). La segunda “cuando el lenguaje muestra un abanico de sentidos del término amor y el hedonismo reduce su experiencia, e incluso degrada su concepto, es entonces donde hemos de mostrar la verdad, la novedad y unidad del amor” (Cfr. DCE, 2, 12). La tercera se da “cuando el escepticismo nihilista postula que es imposible confiar y amar al otro, es el momento para anunciar con alegría que Dios nos amó primero y que, por eso, el amor es posible y nosotros podemos ponerlo en práctica” (Cfr. DCE, 39). Dio en la clave fundamental de lo que significa el auténtico amor según los planes de Dios.

Los santos como pioneros nos muestran con claridad meridiana la razón de existir y de vivir. Su testimonio es más fuerte que sus escritos. Y en su interior albergan lo que dice el apóstol: “Nosotros amamos porque Dios nos amó primero” (1Jn 4, 19). El amor que damos a Cristo es su mismo amor por nosotros que le devolvemos, como hace el eco con la voz. “No se entiende el amor a Dios si no lleva consigo el amor al prójimo. Es como si yo soñase que estaba caminando. Sería sólo un sueño: no caminaría. Quien no ama al prójimo no ama a Dios” (San Juan Clímaco, Scala paradisi 33). Esta es la gran revolución espiritual y humana que necesitamos en los momentos actuales de la historia.

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