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En los tiempos que vivimos y presionados por tantos mensajes y de todas las tendencias hay un cierto malestar al observar que no se logra detener ciertas tendencias perjudiciales a la persona humana. Una de ellas es la superficialidad con la que se mira al ser humano como si de un objeto de placer se tratara. La liberación sexual o revolución sexual está produciendo unos frutos muy amargos. Hace referencia al profundo y generalizado cambio ocurrido durante la segunda mitad del siglo XX en numerosos países del mundo occidental desafiando los códigos tradicionales relacionados con la concepción moral sexual, el comportamiento sexual humano y las relaciones sexuales. La liberación sexual tuvo su inicio en la década de 1960 y su máximo desarrollo entre 1970 y 1980, aunque sus consecuencias y extensión siguen vigentes y en pleno desarrollo. Ha habido muchos estudiosos sobre este tema y uno de ellos ha sido Mario Margulis, que trata estos temas en profundidad y ha definido sus efectos.

A la luz de estos movimientos liberales que han propiciado todo tipo de relaciones sexuales sin orden ni concierto están llegando a situaciones que nos hacen poner las manos sobre la cabeza y asustarnos por los efectos nada positivos que degeneran el auténtico lenguaje de la sexualidad. La naturaleza tiene sus códigos, pero si éstos se prostituyen los efectos son dramáticos y deshumanizantes. De ahí que se ha de buscar medios medicinales/espirituales que hagan posible la legitimación de lo que es relacionarse entre humanos y para armonizar la experiencia más hermosa que la naturaleza enaltece. La castidad tiene mucho que propiciar a los momentos en crisis profundas donde el ser humano, si de algo ha de enorgullecerse es que es un ser racional que contrasta con la desproporción y desboque pasional que le lleva a lo irracional. Así se advierte: “No os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, que es lo bueno, agradable y perfecto” (Rom 12, 2). Es arriesgado hablar de castidad o de pudor en un momento en el que la sociedad parece hacer gala de haberlo superado. Pero es muy necesario a la vista de lo que estamos constatando y hemos de hacerlo por el bien de la sociedad.

Ante esta situación hemos de insistir que lo que da nobleza a lo humano no es la concupiscencia al libre albedrio sino el dominio de los instintos que nos ayuda a valorar la autenticidad humana. De esta pureza y pudor habla el Papa Francisco: “Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor inmenso, aunque hoy algunos consideran que es una cuestión de otras épocas. Es una defensa natural de la persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro objeto. Sin el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual que nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a otros” (Amoris Laetitia, n. 282). No cabe duda de la gran importancia que lleva consigo la educación y formación desde la más tierna infancia. El pudor no es una represión sino todo lo contrario puesto que se valora lo más sagrado -que hay en la persona- que está presente en su cuerpo y en la armonía del mismo. Una partitura de música requiere pundonor y armonía. ¡Cuánto más el cuerpo humano! Si a este se le esclaviza con todas las andanzas de los propios deseos pecaminosos y se le manipula como si se tratara como un juguete de placer, se está rompiendo su belleza, nobleza e intimidad más sagrada.

La capacidad de amar se realiza cuando hay una idea muy clara de lo que es la persona humana. Conviene desenmascarar ciertos mensajes engañosos y mentirosos que buscan aprovecharse económicamente y con fines torticeros adulando las mentes y el corazón. Presentan sus “profecías de felicidad” bajo el paraguas de la pornografía y con mensajes que aplauden, como algo fascinante, al dejarse llevar por todo lo que los instintos más bajos quieran ejercitar. Todo esto lleva consigo a grandes traumas existenciales que difícilmente se superan si no es por medio de la ascesis, de la plegaria humilde y de la fuerza de los sacramentos. Dichas dependencias son caldo de cultivo de la violencia de género, de suicidios y de amargura existencial. La castidad que es el alma del pudor puede paliar y desechar tal aberración que hoy está muy en boga y que muchos aplauden como signo de libertad o de liberación de la represión. La castidad, el pudor y la pureza de mente y corazón son reflejo de la mayor libertad que se convierte en máxima belleza y esplendor de lo sagrado que hay en cada persona.

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