No importa que se hable o se airee el sentido de la Semana Santa, ella misma habla, por si misma, sin que nadie lo pueda sofocar. Hay capas virtuales, sentimentales, vacacionales, ideológicas y hasta proyectos pactados que la quieren desechar de la sociedad e incluso hasta se llega a pensar que: “¡Ya está bien que se presente a Jesucristo como único protagonista de la misma! Hay otras formas de orientar esta semana y conviene cambiar de protagonista y abrirse a otras formas de creer”. Sin embargo y a pesar de todo, la luz por mucho que se la quiera ocultar con nubarrones, ella misma, brilla siempre y más allá de los aparentes ocultamientos. Y todo esto porque la Semana Santa va más allá de los nominalismos.

La Semana Santa tiene un Autor que ha padecido, muerto y resucitado por la humanidad de antes, la de ahora y la del futuro. Y eso no se lo puede quitar nadie aunque lo intente con falaces discursos y hasta con imposiciones totalitarias. Nadie puede borrar la entrega del Hijo de Dios que por amor al género humano dio su vida hasta la muerte porque “nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y Jesucristo lo ha hecho por toda la humanidad.

La Semana Santa es un canto a la dignidad humana que ha sido rescatada del abismo inhumano que era y es el pecado. Pero ya no sólo la humanidad ha sido liberada sino que ha sido llevada a la máxima dignidad que es la de participar en la vida en Dios. De ahí que Jesucristo recuerda a los suyos: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer” (Jn 15, 15). La gran delicadeza de Jesucristo nos conmueve y al mismo tiempo nos levanta de la depresión donde estaba inmersa la humanidad. No cabe duda que la Semana Santa sirve para mentalizarnos e incorporarnos en este gran misterio de Amor.

Sabemos por la historia que no es fácil ser amigos del Maestro y se constatan las dificultades que suele acarrear dicha amistad. Como decía San Gregorio Magno: “La hostilidad de los enemigos suenan como alabanza para nuestra vida porque demuestra que tenemos al menos algo de rectitud en cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie puede resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo. Demuestra que no es amigo de Dios quien busca complacer a los que se oponen a Él; y quien se somete a la verdad luchará contra lo que se opone a la verdad” (Homiliae in Ezechielem 1, 9, 14). El mismo Señor advierte a los suyos que si a Él le han perseguido, sus discípulos correrán la misma suerte (Cf Jn 15, 20).
Las persecuciones y dificultades que inevitablemente han de encontrar quienes siguen a Jesús no deben ser causa ni de miedo, ni de escándalo y ni de desánimo. Actualmente podríamos narrar y relatar la cantidad de mártires que por el solo hecho de seguir el mensaje y la enseñanza de Jesucristo, son llevados a la muerte más ignominiosa. Pero su respuesta es la misma que el Hijo de Dios manifestó en la Cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). En este gran gesto se puede decir se manifiesta la hondura de lo más humano porque el amor es la esencia de la dignidad del humanismo. “El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado” (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n.14). Esta es la más sublime expresión y vida que se hace presente en la Semana Santa: Jesucristo que padece, muere y resucita.

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