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Muchas veces nos hemos encontrado con alguna persona que nos ha impresionado. Recuerdo cuando era pequeño que mi madre nos llevaba, a los hijos, a visitar a una señora que estaba enferma desde hacía muchos años y hablábamos con ella. Frente a su cama tenía una imagen de la Virgen muy bonita. Las palabras y el testimonio de Petrilla, así la llamaban en el pueblo, me calaron hondamente en mi corazón. Hablaba con ternura y con alegría y esto se reflejaba en su rostro. Hablaba de Dios y Dios era como un eco que resonaba en aquellas palabras. Rezábamos y un día me dijo: “Llegarás a ser sacerdote”. Yo era monaguillo en mi parroquia. No sabría decir si era un augurio profético. Lo cierto que -con el tiempo- llegué a ser ordenado sacerdote y nunca olvidaré que ella rezaba por mí. Fui a verla varias veces y siempre sentía que era como el eco de Dios. La vocación, cualquiera que ésta sea, es un eco de Dios. Ella vivía la enfermedad como vocación. La misma palabra, que procede del latín vocatio, es una invitación a realizarse en la vida y construir, de forma permanente, el impulso interior que invita a ser auténticos. Ser fieles a la vocación es un arte. He visto matrimonios, religiosos, sacerdotes, enfermos desde su nacimiento… y en todos hay un eco que resuena. Es el seguimiento a la voz del Maestro.

La Sagrada Escritura nos presenta la vocación: “Y mientras pasaba junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: -Seguidme y haré que seáis pescadores de hombres. Y, al momento, dejaron las redes y le siguieron” (Mc 1, 16-18). Jesucristo llama de una forma muy clara pero siempre deja la libertad. Los que se deciden por su voz, que llama, han de estar seguros que tendrán una recompensa que nada tiene que ver con las recompensas humanas. Y a estas recompensas se les denomina bienaventuranzas. “Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717).

En todo ser humano existe un gran deseo y es el de ser feliz. La vocación tiene como finalidad llevar al gozo. Una vocación equivocada lleva siempre a la angustia y a la tristeza. Con las bienaventuranzas se proclama dichoso, feliz, a alguien. En ese sentido, están situadas en el centro de los anhelos humanos, porque “todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada” (San Agustín, De moribus ecclesiae 1, 3, 4). La vocación no se sustenta en el egoísmo y en los sentimientos camuflados de autosuficiencia. La vocación es un encuentro gozoso con la voz interior que se ha de escuchar con humildad. Y en esa voz interior se hace presente el eco de Dios. “Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá. Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con grata humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedios para ello, entendiendo que no es digna de ser hija” (Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección 28, 2).

Hay momentos en la vida que las decisiones han de hacerse con plena conciencia y no se ha de desdibujar con justificaciones puramente superficiales. Las mociones interiores, bien purificadas por la oración que tiene como medio y meta el encuentro con el eco de Dios y su Palabra, no serán derrotadas por la superficialidad materialista y hedonista de aquellos que auguran un mundo feliz. La calidad de una vocación pasa por el filtro de un seguimiento especial: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga” (Lc 9, 23). Los parámetros del discípulo son muy distintos a los parámetros del mundo. Por lo cual vale más seguir el eco de Dios con todas sus consecuencias que los rumores estentóreos de propuestas efímeras.

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