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Hoy celebramos la fiesta de San Fermín. Todos estamos atentos y con el espíritu alerta para festejar a tal santo que murió simplemente porque no se acomodaba a las pautas ideológicas de aquel tiempo. No se plegó a los ídolos que le ofrecía lo políticamente correcto en aquellas circunstancias sino que más bien por fidelidad, honradez y con sentido común y racional defendió hasta el martirio que él creía en Dios y no podía negar la existencia de Dios. Y no podía hacerlo a cambio de los ídolos mundanos y por una razón muy sencilla puesto que la realidad de Dios es tan evidente que se equipara a la luz que por mucho que se la quiera ocultar, con las nubes, detrás de ellas existe la luz. El mismo Señor se lo dijo a los suyos: “Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). El Señor se presenta a los judíos como luz del mundo. Él es quien puede dar sentido a los anhelos y esperanzas del ser humano, el que puede calmar toda la sed que siente en lo más hondo de su interior la humanidad, el que responde a tantos interrogantes y necesidades de gozo y de felicidad. En efecto, la Palabra de Dios es la única luz que necesita el ser humano. Pero las palabras del Señor ofenden a sus interlocutores y estos se escandalizan. Incluso le reprochan: “Tu testimonio no es verdadero” (Jn 8, 13).

También en nuestro tiempo se pretende, en muchos momentos,  aparcar a Dios de lo social como si de un estorbo se tratara. ¡Es inútil! Por muchas nubes que se interpongan ante el sol, el sol seguirá oculto pero luciendo. Es sintomático que cuánto más se niega a Dios, más el ser humano se desorienta y se siente como un naufrago sin horizonte o una persona en medio de la noche. “En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella y, al mismo tiempo, en Cristo y por Cristo, el ser humano ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor trascendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia” (Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 11). Necesitamos ser animosos y valientes para difundir la verdadera luz de Cristo, aunque encontremos oposición. San Fermín hubiera sido correctamente salvado si se hubiera acomodado a los criterios mundanos. No obstante sostuvo el combate de la fe hasta el martirio.

 El mundo no quiere oír hablar de un Dios que llama a tomar la cruz, a servir y a dar la vida por los demás. Hemos escuchado: “¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el investigador de este mundo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y como, en la sabiduría de Dios, el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación, para salvar a los creyentes” (1Cor 1, 20-21). El papa Francisco no para de alentarnos a ir contracorriente, a recordarnos que el reto es grande, que de entrada surgen dificultades pero son una oportunidad que se nos brindan para crecer en la entrega, en el sacrificio y en la donación.

Estamos llamados a ser testigos, y con todo nuestro ser, testigos al estilo de San Fermín que no se plegó ante los halagos del mundo y ante las circunstancias beneficiosas que se le ofrecían. Hay algo que me impresiona de San Fermín y es la lucidez que él tenía para defender la vida en su totalidad; el ser humano no tiene derecho a depreciar y despreciar lo más sagrado que debe administrar como el mejor regalo que ha recibido de Dios: la vida. La vida en todas sus facetas es lo más sagrado que Dios nos ha dado. Y no sólo la vida física sino también y de modo especial la espiritual. Por ello prefirió el martirio antes que ser cobarde y un traidor del mensaje evangélico. ¡Cuánto hemos de aprender de San Fermín! ¡Cuánto hemos de cuidar la vivencia y experiencia espiritual! Muchos fracasos en la vida humana tienen como raíz el que se soslaya y se deprecia la vida espiritual. Se habla mucho de una sociedad de bienestar y ¿dónde se pone el acento?: En lo material y en vivir cómodamente. Con esta única planificación no se cubren las demás necesidades interiores  y espirituales.

La experiencia cristiana tiene como ley fundamental el proclamar la gracia que Dios nos ha concedido: “El Espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” (Is 61, 1). Así nos lo refiere el profeta Isaías. ¡Nos ha ungido con su amor de Padre! Ya no somos propiedad nuestra, somos hijos de Dios y pertenencia suya. De ahí que San Fermín prefirió servir a Dios antes que a las insinuaciones idolátricas de aquellos que le prometían cosas que él rechazaba. Fue fiel y sincero puesto que no se dejó llevar por las corrientes engañosas y frustrantes.  Fue fiel a Dios sabiendo que la sabiduría humana nada tenía que ver con la falaz y mentirosa sabiduría humana. Sin Dios el hombre tiene todas las de  perder: ¡Dios o nada! Y por ello prefirió el martirio antes que las lisonjas humanas.Creo que esta celebración nos ayuda a poner la mirada mucho más alta y que el testimonio de San Fermín nos ayude a ser responsables de la vida cristiana que hemos recibido como un gran regalo. Los tiempos nos requieren a los creyentes ser testigos sin complejos, audaces en el amor a Dios y a los demás y entrega generosa a su voluntad. Cantemos y alabemos a Dios sin dejarnos sobrecoger por las adversidades que se puedan presentar.

Roguemos a la Virgen María del Sagrario -la Real de la Catedral-, y a tantas  advocaciones que hay en Pamplona y en Navarra, que nos ayude a ser testigos auténticos de la fe que hemos recibido y que San Fermín sea como un acicate para nosotros en estos momentos de la historia que nos toca vivir.

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