A partir de la Palabra de Dios y de su culmen en Jesucristo el Señor, el Verbo de Dios hecho Carne, ocurre que se ha de tener presente la unidad de prospectivas y de objetivos a la vida eclesial según la mística del nosotros que tiene sus raíces en el misterio de la Santísima Trinidad hasta imitarse en las relaciones y en las instituciones eclesiales. No por menos el Concilio Vaticano II dijo que la Iglesia es icono de la Trinidad. Si alguien ha sido auténtico misionero ha sido Jesucristo que ha descendido y se ha encarnado en seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, y nos ha comunicado quién es la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sin comunión no hay misión. Jesucristo manifiesta, siendo el único Misionero, que la relación con el Padre y el Espíritu ha de ser total y perfecta.

Jesucristo nos lo explica con la imagen de la vid y los sarmientos. “Permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15, 4). Desgajarse de la vid, lleva a los sarmientos a secarse. Del mismo modo la misión no es una técnica especial que aplicándola se consiguen unos efectos. La misión es mostrar constantemente que si queremos vivir la comunión ha de ser al estilo que lo vive Cristo con el Padre en el Espíritu. Sin comunión la misión se convierte en una farsa y todo lo más en un sainete que representa algo que no existe. De ahí se deduce que: “El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio” (Papa Francisco, Discuros en la conmemoración del 50 aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre 2015). Sínodo es una palabra antigua y muy venerada por la Tradición de la Iglesia. El nombre Sínodo significa caminar juntos. Y caminar juntos en comunión. Por eso la Iglesia en comunión fue puesta en camino siempre pero el Concilio Vaticano II lo propuso como el nuevo impulso misionero. En la Iglesia, la sinodalidad se vive al servicio de la misión.

Para ello se requiere una espiritualidad de comunión. “Todos los miembros de la Iglesia están llamados a acogerla como don y compromiso del Espíritu que se ejercita en la docilidad a sus impulsos, para educarse a vivir en la comunión la gracia recibida en el Bautismo y llevada a cumplimiento por la Eucaristía: el tránsito pascual del ‘yo’ entendido de manera individualista al ‘nosotros’ eclesial, en el que cada ‘yo’, estando revestido de Cristo (Cfr. Gal 2,20), vive y camina con los hermanos como sujeto responsable y activo en la única misión del Pueblo de Dios” (San Juan Pablo II, Carta Apostólica, Novo millennio ineunte, 45).La misión es la característica de la Iglesia y no por menos se ha de considerar que debe tener como inicio una profunda intimidad con Cristo alfa y omega (principio y fin) de todo. La finalidad no será otra sino llevar a todas las gentes no sólo el mensaje de Jesucristo sino a Él mismo que cambiará el corazón del ser humano. No serán nuestros métodos, ni nuestros proyectos, ni nuestras reflexiones por muy ricas que puedan ser. Será la Presencia Viva de Cristo, en medio de nosotros, que hará que se visibilice y se haga vivo el Fuego que él ha prometido. “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que arda?” (Lc 12, 49). Es el fuego ardiente de Dios por los hombres. Jesús revela sus ansias incontenibles de dar la vida por amor al género humano.

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