Estamos inmersos en una sociedad que parece se escora más a lo inmanente, como conquista hacia el primer puesto, y trata de descuidar o marginar lo transcendente. Nadie, con espíritu cristiano y creyente, puede desentenderse de llevar el mensaje evangélico a una sociedad desnortada. Los cristianos tenemos la obligación de cuidar la gracia que hemos recibido como testigos y mensajeros del Evangelio y que, de esta forma, se favorezca con este espíritu misionero el ambiente social. La vida espiritual ha de centrarse en los acontecimientos que el Hijo de Dios infundió ya desde su nacimiento hasta el momento de la Resurrección. Ahora estamos en una época donde ponemos nuestra mirada en el Portal de Belén y lo que allí aconteció ha sido el centro histórico único de lo que la humanidad esperaba y sigue esperando. La misión auténtica ha sido que Jesucristo se ha hecho presente en medio de nosotros y nosotros, al estilo de los pastores, tenemos el deber de anunciar por doquier este gran acontecimiento.

La espiritualidad misionera es centrar y orientar la vida de la misión, en plena docilidad al Espíritu Santo. Vivir la vida cristiana con su esencial dimensión misionera universal. Vivir según el estilo misionero de Jesucristo, Buen Pastor que en todo momento supo entregar su vida a favor de todo el género humano. El mismo Concilio Vaticano II pone el dedo en la herida: ”El que anuncia el Evangelio entre los gentiles dé a conocer, con confianza, el misterio de Cristo, cuyo legado es, de forma que se atreva a hablar de Cristo como conviene sin avergonzarse del escándalo de la cruz. Siguiendo las huellas de su Maestro, manso y humilde de corazón, manifieste que su yugo es suave y su carga ligera. Con una vida realmente evangélica, con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, dé testimonio de su Señor, si es necesario, hasta la efusión de sangre” (Ad Gentes, cap. IV, nº 24). Es uno de los grandes retos de esta época por lo cual el evangelizador ha de situarse en la medida que proporciona Jesucristo y no en la medida que lo políticamente correcto sugiere.

Lo peor de la desmitificación de la Navidad –lo decía el Padre Pietro Messa en una entrevista- no es la de creer que sea un mito, sino la reducción de la misma a la fiesta de la bondad, del altruismo, del extender la mano a los necesitados. No es que estas cosas no sean importantes o que no estén presentes en el Evangelio, pero lo central es que Jesús viene a nosotros porque ha optado por nuestra pobreza. Y la Navidad es el tiempo propicio para dejarse amar; y esto no nos lleva a la pasividad porque Jesús nos ama como somos, pero no nos deja como estamos, sino que nos vuelve capaces de amar en forma creativa y eficaz. De este modo, el encuentro con su Presencia transforma y da inicio a una nueva humanidad. Lo más importante en la vida es vivir la caridad, pero sobre todo dejarnos amar por el Niño Dios que nació en Belén.

Hay algo que se ha puesto de moda y es denominar a la Navidad como magia: La Magia de la Navidad. Lo cual desentona y deriva en una de las grandes superficialidades que enturbian el auténtico sentido de lo que es y significa la Navidad. Las calles se adornan con luces y con símbolos de la propia naturaleza, pero generalmente no se tiene presente al que nace en un pesebre que es el Niño Dios. Aún recuerdo aquello que me sucedió a la hora da bautizar a un pequeño grupo de niños en una de mis primeras parroquias. Pasé lista a las familias para ver si todos estaban y llegué a una de ellas y les pregunto: ¿Dónde está el niño? Y me respondieron: ¡Ah! ¿Es que había que traerle?

En la Navidad no puede faltar el homenajeado. ¡¡¡Feliz Navidad con el Niño en medio de nosotros!!!

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