Homilía del Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela, Mons. Francisco Pérez González, en la Eucaristía de la Primera Javierada (8 de marzo de 2020)

 

Con especial afecto os saludo a los que habéis superado las inclemencias del tiempo para reuniros, un año más, en este magnífico recinto del Castillo de Javier, para celebrar esta Javierada especial, porque conmemoramos su ochenta cumpleaños. Difícil será que alguien de los aquí presentes estuviera en esta excelente efeméride. Pero sabemos que nació como una expresión pública de la fe de aquellos primeros y como una peregrinación penitencial que disponía a cada uno a hacer una buena confesión en el tiempo de Cuaresma y dentro de la Novena de la Gracia. Hoy siguen en pie esos dos objetivos, conscientes de que «CADA PASO CUENTA», como reza el lema de este año, cada paso que hemos dado a lo largo de la peregrinación y, sobre todo, en el Via Crucis que hemos rezado esta mañana; pero también cada paso de nuestra vida que nos acerca más a Jesús y el paso decidido, con mayúscula, que podemos dar hoy imitando a nuestro Patrón, San Francisco Javier. No se trata de los pasos balbucientes que dan los niños, ha de ser un paso firme, consciente y audaz. Y cada paso es avanzar puesto que de lo contrario es retroceder.

Precisamente la liturgia de este domingo nos presenta los protagonistas fundamentales de la historia de la salvación que dieron un salto decisivo en la dirección que les marcó nuestro Señor. En primer lugar, Abrahán, recordado en la primera lectura, al que Dios pidió salir de su casa para llegar a un país desconocido y, por su fe, siguió el querer divino y vino a ser el padre de todos los creyentes. Dos verbos resumen su vida, salir y seguir, salir de su casa y seguir las indicaciones de Dios, siempre en favor de los hombres. En aquel gran patriarca vemos reflejada la biografía de tantos que a lo largo de la historia han sido capaces de iniciar una aventura divina en favor de sus hermanos los hombres. Conviene salir del egoísmo para encontrarse con los demás y así realizar lo más bello que existe en el corazón humano: el amor de entrega generosa.

En el Evangelio se mencionan los dos personajes que acompañaron a Jesús en el Tabor, Moisés y Elías. Moisés fue autor de la liberación del pueblo de Israel y el portador de los Diez Mandamientos. Dios le pidió abandonar la comodidad de la corte del faraón para conducir a su pueblo a través del desierto hasta la tierra prometida y lo cumplió. Dos cualidades le adornaron, la audacia para salir de aquel palacio lleno de comodidades, y la fidelidad para llevar a cabo el querer divino. Era duro el encargo de sacar al pueblo de la esclavitud y llevarlo a través del desierto hasta la libertad, pero era apasionante. Él estuvo en diálogo permanente con Dios y en contacto directo con los hijos de Israel. Le preocuparon incluso las necesidades materiales, como cuando sacó agua en la peña de Meribá, y más tarde cuando sació el hambre de los suyos con el maná y la lluvia de codornices.

Moisés es el prototipo de profeta y de discípulo, atento a la voluntad de Dios y pendiente de los que lo necesitaron. También Elías fue llamado, para anunciar a su pueblo que no hay más que un Dios verdadero y que eran falsos los dioses que veneraban muchos de sus contemporáneos. Tampoco fue sencillo en aquel ambiente politeísta, defender al Dios único y sacar a aquellos contemporáneos de su ignorancia y de su pobreza de miras. Elías es el gran profeta que supo anunciar la verdad en aquel ambiente de relativismo, cargado de falsedades y de engaños. Hoy necesitamos personas como él, capaces de buscar y proponer la verdad, más aún, la única Verdad que es Jesucristo.

En el acontecimiento de la Transfiguración que hoy contemplamos, son protagonistas los tres apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, que inicialmente habían salido de su apacible actividad de pescadores para ser «pescadores de hombres», y que ahora son elegidos como predilectos para ser los únicos testigos de este misterio importante del Tabor. Sólo ellos percibieron la manifestación de Jesús tal como es, como verdadero hombre y como verdadero Dios. Sólo ellos entendieron, como comenta Santo Tomás de Aquino, que allí «apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa» (S.th. 3, q. 45, a. 4, ad 2). Aquello era tan maravilloso, tan consolador que Pedro prorrumpió en un deseo comprensible: «Señor, qué bien se está aquí. Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 4). Pretendía disfrutar de aquella situación placentera, incluso sobrenatural, pero en definitiva cómoda.

No era esa la intención del Maestro: vino la nube, se oyó la voz del Padre, se sobresaltaron y, al despertar, sólo vieron a Jesús mismo que les sacaba de su cómoda inmovilidad: «Levantaos, vamos, no temáis» (Mt 17, 6). Y bajaron del monte, comentando que de momento no dijeran nada hasta después de la resurrección. Había de ser, poco antes de subir Jesús al cielo, cuando les concretaría la misión para la que habían sido llamados y elegidos con especial predilección: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio» (Mt 28, 19). Los apóstoles tenían una misión importantísima, evangelizar al mundo entero, ocuparse de los que no conocían a Jesucristo, que son los más necesitados, y ayudarles a acercarse a Dios para encontrar la alegría verdadera, la salvación.

Hemos venido aquí, queridos peregrinos, para honrar la persona de San Francisco Javier que recorrió los mismos senderos que hemos visto en los protagonistas de la liturgia de hoy. También él fue urgido a salir de su casa, de su ambiente, de su tranquilidad, y hasta de dejar un futuro humano prometedor, para cumplir el gran encargo de llevar el Evangelio a la India y a Japón. De este modo se convirtió en el gran misionero de nuestra tierra y de la Iglesia entera. Estoy seguro de que muchos de vosotros sentís en vuestro corazón la urgencia de tomar un rumbo difícil, pero maravilloso, de seguir el camino de Javier. No tengáis miedo, sed audaces, sed generosos, que el horizonte que os espera no es fácil de describir, pero Dios nunca defrauda, siempre ha de estar a nuestro lado.

Hay en el evangelio de hoy un detalle más que no quisiera pasar por alto, son las palabras del Padre Celestial desde el interior de la nube: «Este es mi Hijo, el amado. Escuchadle» (Mt 17, 5). A nosotros va dirigida esta exhortación, ¡escuchar a Jesús! ¿Cómo? Bien lo sabemos, abriendo nuestra alma sin temor ninguno, sin excusas ni promesas falsas. Recordad aquel famoso soneto de Lope de Vega: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?… y que termina con estas palabras: ¡Cuántas veces el ángel me decía: ‘Alma, asómate ahora a la ventana’, verás con cuánto amor llamar porfía. ¡Y cuántas, hermosura soberana, «Mañana le abriremos», respondía, ¡para lo mismo responder mañana!» (Soneto XVIII de Rimas Sacras -1614-) Este es un buen momento para iniciar un compromiso serio que debe durar a lo largo los días, de los años venideros. Este es el deseo de la Iglesia, y mi deseo personal, asumiendo las palabras del salmo: «Ojalá escuchéis hoy su voz. No endurezcáis vuestro corazón…» (Salmo 95,4).

Queridos jóvenes, a vosotros quiero dirigirme especialmente, poned hoy los ojos en este Cristo precioso de Javier, y de manos de la Virgen animaos a repetir aquella oración del gran sacerdote Samuel cuando era joven: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1S 3, 9). Que Santa María, que San Francisco Javier os ayuden a formular hoy esa decisión que nace de la fe y de un corazón generoso.

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