E stamos celebrando los 500 años de la herida que sufrió San Ignacio de Loyola (entonces Íñigo López de Loyola que estaba alistado como militar formando parte de las tropas del reino de Castilla) y que ocurrió durante la batalla de Pamplona cuando defendía la ciudad de las tropas francesas de Enrique II de Navarra. La invasión francesa de 1521 le sorprende ya con grado de capitán y participando activamente en las defensa de la sitiada Pamplona. Gravemente herido en una pierna, el día 20 de mayo de 1521, por una bala de cañón, Íñigo con sus treinta años se retira a su casa solariega de Loyola para recuperarse. Los dos únicos libros que encuentra para distraerse son el “Flos sanctorum” (Flor de santos) de Jacobo de Varezze, y la “Vita Christi” (Vida de Cristo) de Ludolfo de Sajonia. Estos libros le ayudaron a profundizar en la fe católica y a la imitación de los santos. La impresión que recibió leyendo estos dos libros fue de tal envergadura, que cambió totalmente de vida y dejó la carrera militar. Podríamos seguir narrando todo lo que le tocó vivir durante los años posteriores donde incluso llegó a ser procesado en distintas ocasiones, por sus predicaciones y más aún calumniado como heterodoxo. Su fuerza profunda eran los “Ejercicios Espirituales” que, tanto bien, han hecho y siguen haciendo a tantas personas.

Es una experiencia tan llena de gracia y de luz de Dios que nos deja atónitos. Cuando él afirma que “el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras” está expresando su vida íntima. Por eso el retiro ignaciano o los Ejercicios Espirituales son un tiempo fuerte de diálogo con Dios y con uno mismo para revisar cómo está nuestra vida y plantearnos algunas preguntas fundamentales: ¿Para qué vivo? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Qué quiero? ¿Hacia dónde voy? Recuerdo con mucho gozo cuando, antes de comenzar el curso en el Seminario, celebrábamos los “Ejercicios Espirituales” y me admiraba la sencillez con la que nos explicaba el P. Jesuita los puntos de meditación para ahondar en la experiencia de Dios. Y acabábamos la jornada con la oración de San Ignacio: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta”.

Muchos han seguido la propuesta de San Ignacio y todos recordamos a San Francisco de Javier cuando le espeta en París: “¿De qué te sirve ganar el mundo entero, si al final pierdes tu alma?” Cambió radicalmente Francisco de Javier y se lanzó a ser misionero. En estos momentos que vivimos bien merece la pena el sabernos arropados por el testimonio de los santos que marcan, como una brújula, hacia dónde hemos de orientar nuestra vida. Ellos no pasan de moda porque nos muestran la autenticidad de la vida y la seguridad hacia dónde vamos. Nadie nos ayuda tanto como ellos pues lo fugaz de la vida pasa pero la seguridad de la misma se realiza para siempre en la eternidad, si hemos vivido: “En todo amar y servir” al estilo de Jesucristo.

Cuando tenía 14 años muchas cosas me convulsionaban y me atraían. Pasé por momentos críticos. Recuerdo que mis padres me regalaron una bicicleta muy bonita. Con la ingenuidad gozosa de un crío me acerqué a enseñársela a un P. Jesuita que era mi guía espiritual. Cuando la vio le vi tan contento que me dijo: “No olvides que la bicicleta te ayudará a ser un buen ciclista, pero la mejor carrera ciclista es que sigas el camino que Jesús quiere de ti”. Me confesaba con él a menudo y siempre dejaba en mi alma el deseo de hacerme más amigo de Cristo. Fue sin duda lo que me ayudó para seguir por el camino del sacerdocio. ¡Nunca lo olvidaré! Por eso quiero dar gracias a San Ignacio de Loyola por su entrega a Cristo y por la estela de luz divina que ha dejado en la vida de la Iglesia y en la sociedad. ¡Cuántas vocaciones iluminadas! ¡Cuántas desolaciones dolorosas que invitaban a hacer mudanza pero, fruto de la madurez espiritual, se han sabido sortear sin hacer cambios! ¡Jesús por nada del mundo te dejaría! Estas admiraciones resumen unos pequeños trazos de la espiritualidad ignaciana.

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