Short hair teen girl Asian She is sitting inside the Church, interlocking the hands and eyes of prayer for blessings from the God. Background there is a crucifix as a symbol of Christ with copy space.

E s muy común en las conversaciones, en los círculos diversos, en los coloquios, en los medios de comunicación, en las relaciones personales… azuzar y condenar a los demás. Se ha creado ideológicamente una “cultura de la condena”, es decir “yo soy bueno, el otro es malo”. Parece como si no existiera una auténtica libertad sin recurrir a la condena del otro. Se pierde el sentido de quien necesita de conversión. Por eso hemos de aplicarnos sin ambages y sin rubor para afirmar que todos, sin exclusión, necesitamos convertirnos. Bien lo dice el evangelio: “Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. Quien me desprecia y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ésa le juzgará en el último día” (Jn 12, 46-48) ¡Más claro no se puede decir! De ahí que es importante mentalizarnos que lo que le agrada a Dios es vivir con actitud de conversión.

La conversión exige el abandono de malos comportamientos pasados, que Pablo expresa de muchas formas: “Porque mientras haya entre vosotros envidias y discordias, ¿no continuáis siendo carnales y comportándoos a lo humano?” (1Co 3, 3). Y sigue diciendo: “Porque, aunque vivimos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestro combate no son carnales, sino que Dios la hace poderosas para derribar fortalezas…” (2Co 10, 3). En este sentido se irá mostrando lo que significa la conversión: “Por lo tanto, digo y testifico esto en el Señor: que ya no viváis como viven los gentiles, en sus vanos pensamientos, con el entendimiento oscurecido, ajenos a la vida de Dios, a causa de la ignorancia en que están por la ceguera de sus corazones” (Ef 4, 17). El despiste de lo esencial acarrea desorientación: “Pues oímos que hay algunos que andan ociosos entre vosotros sin hacer nada pero curioseándolo todo” (1Ts 3, 11). La conversión consiste en aceptar a Cristo como nuestro Maestro y Guía. Es disponer nuestros actos y nuestra vida transformándonos en personas libres para amar sin condiciones.

La conversión auténtica no nace del voluntarismo o a base de puños que golpean con furia; se consigue sabiendo reconocer humildemente que la fuerza viene de Dios y de la cercanía a su gracia. Y para adquirir esta gracia nada hace tanto como la oración y la cercanía a la voluntad de Dios que se hace presente en su Palabra. Muchas veces hemos constatado en nuestra vida que se han superado momentos duros y difíciles gracias a la escucha de la Voz de Dios que es su Palabra Viva. Pero hay momentos de profunda conversión cuando nos acercamos a los sacramentos tanto de la Confesión como de la Eucaristía.

Una vez me encontré con una persona que –en su vida anterior- se había sentido tan mal que deseó suicidarse. Pero un día ni corta ni perezosa se acercó a una Iglesia donde estaban celebrando el sacramento de la Eucaristía. En la homilía el sacerdote habló de la conversión de San Agustín. Y lo explicó con tanta claridad que esta persona comenzó ir a Misa y cada día descubría algo nuevo para su vida. Oyó de nuevo la Palabra de Dios: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. Se fue a confesar y comunicando todos sus pecados como “lo haría un niño” sintió tanto gozo que comenzó a llorar. El sacerdote le preguntó por qué lloraba y ella respondió porque “hoy he encontrado el sentido a mi vida y es que Dios me ama tanto que me perdona”. Nada hay tan grande como creer que Dios es un Padre que ama.

Las conversiones de los santos tienen como hilo conductor el haberse sentido amados por Dios. Promover la conversión es dejarse hacer amigos de Dios.

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