Nuestra sociedad está necesitada de la auténtica felicidad que sólo tiene una fuente y es el abrazo maternal que a todos nos ha favorecido desde pequeños; es un signo del que nos sentimos bien acompañados. Es curioso constatar que hoy al hablar del progreso en la sociedad se buscan todos los artilugios materialistas y de bienestar como la fuente del futuro que será mejor. Es muy común encontrarnos con jóvenes que han emprendido la vida matrimonial o de pareja (como se suele decir en el lenguaje vacío moderno) donde lo que primero que se descarta es ser progenitores. No se plantean tener hijos. Lo consideran algo extraño a su mentalidad y no entra en su proyecto de vida. Se prefiere tener, en casa, un animal (perro, pájaro, gato o incluso otras especies animales) y se descarta el hecho de poder tener hijos. Les resulta una carga muy pesada y como me decía una abuela: “Mi hija no quiere tener hijos porque no sería libre y viviría esclavizada; sería como un fardo muy pesado”. Uno de los grandes problemas de Europa, sin ir más lejos, está siendo la falta y la baja natalidad. Demográficamente va a la deriva. Se superará con aquellas familias que tengan hijos que generalmente no son europeos sino de otros países o continentes. Desde el punto de vista sicológico se suele decir -según la luz intelectual de los grandes expertos en sicología- que la causa de la violencia es el “haber perdido el sentido del padre”. Esta falta de sentido lleva a la agresividad como modo de superación a los traumas que supone no sentir la cercanía del padre. Se pierde la confianza en los demás. Los estados de ánimo emocionalmente inestables pueden conducir a discusiones frecuentes, paranoia, culpabilidad, agresión verbal o incluso física. Y por otra parte cuando se necesita un afecto humano como principio y cumbre del humanismo regenerador, si no se ha tenido, es porque “se ha perdido el sentido de ternura de la madre”. Y esto provoca inestabilidad emocional, relaciones desencajadas con los demás, síntomas depresivos o de ansiedad, pérdida de esperanza… No olvidaré un día, en un viaje de avión, a una joven que llevaba -asida a su pecho- una jaula que contenía un pequeño perro con mucho pelo. Hablaba a su mascota como si fuera su hijo pequeño y así lo trataba: “Mi pequeño, mi amor”. Es la esquizofrenia del afecto. Qué distinto fuera si en lugar del perrito hubiera un niño criado en sus mismas entrañas y abrazado en su pecho. Ésta es la armonía del afecto y la exultación de la ternura verdadera. Todos necesitamos afecto y un afecto de ternura que tiene su paradigma en nuestras madres. Si esto falta se buscarán otros caminos que no favorecen al crecimiento emotivo y emocional donde el afecto y la ternura quedan recortados y sumidos en un falaz sentimentalismo.
La madre es signo de fecunda ternura y de madurez afectiva. Tenemos el ejemplo de la Virgen María que a todos nos enamora por su sencillez y su ternura. No hay valle, ni monte, ni bosque, ni pueblo o ciudad que le falte la ermita como refugio donde se encuentra el amor de una Madre que ni se cansa de querernos y ni se cansa de esperarnos. Tampoco nunca olvidaré como mi madre, durante el verano, nos llevaba a sus hijos en pequeña peregrinación a los pies de la Virgen patrona de mi pueblo. Confluían los dos amores que alambicados producían un regusto especial. La ternura de una madre y la devoción a la Madre de Dios hacían posible que en lo más íntimo del corazón surgía una seguridad emocional que ninguna otra cosa podía dar mayor felicidad.
Estamos en el mes de mayo, dedicado a la Virgen María. Los pueblos se visten de fiesta ante tal Madre que viene admirada y paseada en las procesiones. Todos nos sentimos conmovidos y orgullosos de poderla venerar -a esta Madre- que no se cansa de amar y cuando, estamos lejos, no se cansa de esperar. ¡Feliz mes de mayo! ¡Agasajemos a María y a nuestras madres, junto con nuestros padres, agradezcamos su cercanía y ternura! ❏

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