La terapia de la oración
Cuando Jesucristo se dirigía a las gentes que le escuchaban les hablaba de su experiencia con el Padre y junto al Espíritu Santo. Y oraba frecuentemente como quien necesitara alimentar su vida. Después enseñó a los discípulos a rezar para apartarles de una enfermedad que hoy está muy presente: “La autosuficiencia”. Desde antiguo la experiencia más sanadora ha sido el silencio y con la mirada hacia lo alto que es el sentido de la trascendencia que rompe con la autosuficiencia. El Salmo nos recuerda: “El Señor restaura a los de corazón quebrantado y cubre con vendas sus heridas” (Sal 147, 3). La oración es la mejor terapia para situar en su lugar el sentido de la vida. Dios, como Padre amoroso que es, se acerca a nosotros con su corazón compasivo y sanará nuestras emociones, renovando nuestro ánimo y llenando nuestro corazón de amor y esperanza. Por eso rezar significa dirigir el corazón a Dios con sencillez y poco a poco se restaura de apatías, de sinsabores, de alergias contra el hermano, de desamores y de abatimientos desilusionantes. La oración instaura con Dios una relación viva que alienta, anima y fortalece ante las adversidades de la vida.
Cuando practicamos la oración comenzamos a descubrirnos a nosotros mismos, cultivamos el amor que Dios ha depositado en nuestros corazones y salimos animados para amar mejor a nuestros semejantes. La oración nos ayuda a descubrir nuestros egoísmos, nuestra soberbia y vanidad. Nos impulsa a perdonar cuando nos hemos sentido ofendidos y seca las lágrimas que afloran en esos momentos. Y se oye una voz sutil: “Hijo mío, presta atención a mis palabras, inclina tu oído a lo que digo. No se aparten de tus ojos, pondéralas en tu corazón, pues son vida para quienes las encuentran, y medicina para todo tu cuerpo” (Pr 4, 20-22). Cuando vivimos como a Dios le agrada y obedecemos a lo que él nos dice, recibimos sosiego espiritual y salud del corazón. Muchas veces, solo con decidir descansar en Dios y entregarle nuestras preocupaciones, nuestro cuerpo se renueva al llenarse de su paz y disfrutar de su compañía.
En la oración es donde se fragua la fuerza de la compañía ante las circunstancias de soledad que nos acompañan en muchos momentos. Porque, como decía Ghandi: “Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo”. Los grandes místicos han experimentado fuertes soledades, pero no se han hundido gracias a la oración que “es tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Santa Teresa de Jesús). Se nos invita a vivir una verdadera amistad con Cristo. La relación con él llega a formar parte de nuestra vida entera y, como toda relación importante, marcará nuestra interioridad, nuestros afectos, nuestro modo de ver las realidades que nos toca vivir, nuestros modos de juzgar a los demás, romperá con las pretensiones del orgullo y la vanidad. La mejor terapia que embellece al alma es la oración.
No se ha de olvidar que la salud espiritual dignifica a la persona y la convierte en mayor sentido humano a la hora de actuar y obrar de cara a las demás personas. Mejora la autoestima puesto que ya no se centra en su propio egoísmo sino que se abre al amor hacia Dios y hacia los demás. Disminuye el estrés al comprobar que la vida se ha de realizar paso a paso y siempre amando en el momento presente para no divagar sobre el pasado o fantasear sobre el futuro. Mejora la calidad de vida puesto que se organiza mejor. Y en momentos de crisis se tiene una actitud positiva pues, por el contrario, lo normal es dejarse llevar por el negativismo. Muchos más efectos terapéuticos podríamos añadir respecto a la experiencia de oración. Ahora bien como la oración es un encuentro con Dios y un despliegue de amor a los hermanos nos lleva a vivir lo que Cristo nos dice: “Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30). ¡Qué grande es la oración!