RAVENNA, ITALY - AUGUST 2, 2018: Statue of Mother Teresa of Calcutta holding a child inside Church of Saint Mary of Suffrage in Ravenna

Tal vez se piense que la santidad es algo inalcanzable y está hecha para gente especial. Y es todo lo contrario. El Concilio Vaticano II -que hace sesenta años finalizó- nos advierte: «Todo el género humano está llamado a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia el cual caminamos” (Lumen Gentium, 3). Lo primero que se ha de tener presente es saber que somos pecadores y necesitamos la salud espiritual que nos regala Dios con su Amor y Misericordia. La santidad derrota al pecado porque tiene como experiencia la caridad. De ahí que se afirme que la santidad es la perfección en la caridad.

La presencia vivificante del Espíritu Santo hace posible que el Amor de Dios asuma al amor humano. “Una esperanza que no defrauda, porque el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5). La santidad conlleva una experiencia de entrega a la caridad y rompe con todos los esquemas que nos ofrece el egoísmo. Es una luz que luce, pero no se luce. Los santos de altar no lo son porque pretendieran estar un día en la urna de un altar o en la escalera de un hermoso edificio.

La santidad nos ayuda a mirar las realidades de la vida con un estupor especial aún en los momentos de mayor sufrimiento o de fuerte dolor. Para conseguir tal firmeza no se logrará con el voluntarismo y menos con los puños sino imitando a Jesucristo puesto que “Quien dice: ‘Yo le conozco’, pero no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y en ése no está la verdad. En cambio, quien guarda su palabra, en ése el amor de Dios ha alcanzado verdaderamente su perfección. En esto sabemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Dios, debe caminar como él caminó” (1Jn 2, 4-6). No hay otra alternativa para seguir por el camino de la santidad. Un joven afirmaba: “Creía que ser moderno estaba en drogarme y en vivir disolutamente haciendo de mi vida lo que quisiera. Pero un día me acerqué a un grupo de jóvenes que rezaban y adoraban a Cristo Eucaristía. Entonces mi vida cambió y descubrí una alegría que no me daba la vida pasada. En Cristo he descubierto que es Camino, Verdad y Vida. ¡Soy feliz!”

Conocer a Dios no significa un saber teórico sino estar unidos a Él por la fe y por el amor, viviendo la vida de la gracia. Y esto no se consigue por puro ‘sentimentalismo’ en el que podemos caer cuando deseamos vivir la caridad. ¿Cómo se demuestra que uno apuesta por la santidad? Cuando ante las dificultades se supera el sentimentalismo poniendo todo en la confianza en Dios: “Aunque haya que pasar por cañadas oscuras, nada temo, porque tu vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23, 4). Cuando esto se vive bien podemos decir que hay atisbos de santidad que ilumina lo más hermoso que contiene el corazón humano.

La santidad nada tiene que ver con las normas vacías que proceden de ciertos idealismos o ideologías baratas que ponen su mirada en la inmanencia y no quieren saber nada de la trascendencia. La santidad es la mejor inversión que podemos hacer para el futuro de nuestras vidas. Lo pasajero, lo temporal,  de la vida tiene “patitas muy cortas” y de lo que se haya vivido de eso se podrán constatar los frutos que serán o dulces o amargos.

De ahí que “el que sigue a Jesucristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de ser humano” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 41 & 1). En este camino ascensional el ser humano eleva consigo el orden temporal, creando a su alrededor una progresiva liberación de las ataduras del pecado en su dimensión social. Esta santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena, proclamaba el Concilio Vaticano II.

 

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