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Hay muchos momentos en la vida que hemos de saber utilizar la lengua, puesto que esta puede cometer un tremendo daño o por el contrario, el dominio de la misma, indica la categoría dignificante de la persona humana. Las palabras pronunciadas con malicia y rencor producen más daño que el dardo físico que se clava en el corazón. De ahí que la Palabra de Dios afirme: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, y así contribuya al bien de los que escuchan” (Ef 4, 29). Estamos en una sociedad que posee muchos medios de comunicación y vemos que se pueden usar para hacer el bien y esto es loable. Ahora bien, se hace mucho daño cuando las palabras ofenden profundamente a las personas. Por eso, ocurre como cuando se incendia un monte, basta una pequeña llama que corre por doquier y cuesta mucho en apagarlo. Una palabra provocativa y maliciosa hace tanto daño que las consecuencias -en muchos momentos- son irreparables y se alargan en el tiempo. ¡Cuánto daño se puede hacer si se habla mal o cuánto bien se puede derrochar si se habla con sensatez!
Las palabras tienen el poder de destruir o el poder de edificar. “Las palabras de malvados son trampas sangrientas, pero a los rectos los salva su boca” (Pr 12, 6). Las comunidades cristianas desde hace siglos vienen advertidas de cómo han de usar su lengua. Así aconsejaba San Gregorio Magno: “Hay que juzgar prudentemente las distintas ocasiones de manera que cuando la lengua deba moderarse no se deslice por palabras inútiles, ni cuando pueda hablar constructivamente deje de hacerlo por pereza” (Regula pastoralis 3,14). ¿Estamos usando las palabras para edificar a las personas o para destruirlas? ¿Están llenas de odio o de amor, de amargura o de bendición, de quejas o de elogios, de codicia o de solidaridad, de mala disposición o de misericordia? Las palabras son como las herramientas que pueden hacer que la vida sea más gozosa o contrariamente, si se utilizan mal, convierten la vida en un horror y en un tormento.
Las palabras que pronuncia la boca nacen de dentro. “El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca” (Lc 6, 45). Las personas de buena voluntad han de cuidar y mucho para transformar el corazón y sólo se consigue cuando dejemos actuar a Dios y ¿dónde se refleja? En nuestras palabras. Hemos de recordar que, antes de ser salvados por Jesucristo, estábamos muertos espiritualmente. Pero la palabra de Dios vino a habitar entre nosotros, en Cristo. Y él nos ha mostrado cuál debe ser el camino de la auténtica libertad y se muestra cuando nuestras palabras están llenas de bendición lo cual indica que el corazón está lleno de su amor. Por tanto si llenamos nuestros corazones con el amor de Cristo, sólo la verdad y la bondad podrán salir de nuestra boca. “En la lengua hay poder de vida y muerte; quienes la aman comerán de su fruto” (Pr 18, 21). Y los frutos frondosos nacen de un corazón inflamado de amor auténtico que tiene sus raíces en el campo abonado por la gracia de Dios.
La lengua es un medio que, si se utiliza bien, servirá para llevar el mensaje de Dios. Dejar que el servicio de nuestras palabras sea mediación que Dios usa para manifestar la fuerza de nuestra fe. Hemos de estar preparados para dar la razón de por qué amamos al Señor, en cualquier momento, a todas las personas. Nuestras palabras deben demostrar el poder de la gracia de Dios y la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas. Que nuestras palabras sean instrumentos de su amor y de su gracia salvadora. ¡Cuánto mejor usemos la lengua, mayor dignificaremos la experiencia humana y mayor gozo se hará presente en medio de la humanidad! ❏

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