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Tal vez resulte un poco extraño que se llegue a afirmar que la vida de los santos nos llena el corazón de regocijo y alegría. Ahí tenemos las fiestas de tantos pueblos, villas y ciudades. De modo especial los tenemos presentes durante las fiestas de verano y no por menos durante el año. Son momentos de hacerles presentes en nuestras calles con las imágenes preciosas que fomentan no sólo el patrimonio cultural de las mismas, sino la cercanía de un recuerdo de la experiencia amorosa de su entrega. Y no digamos cuando la protagonista es la Virgen María que aparenta llevarse la palma de los saludos y cantos que contrastan con los de su Hijos Jesucristo. Siempre es emocionante comprobar que la religiosidad popular hace más humana la relación personal y la alegría y el gozo se hace presente entre todos donde la fiesta se convierte en hermandad y fraternidad. También es verdad que los excesos festeros –en muchas ocasiones- producen malestar y todos denuncian que eso no va con la verdadera fiesta. Una fiesta verdadera no consiste en: “Pasárselo bien, comer mucho y beber”. Ésta es la fiesta pasajera y que proporciona vacío interior si sólo se sustenta en ello.
Los santos han dado un salto de calidad y así lo expresan ellos mismos en sus testimonios y en sus escritos. La experiencia más profunda que realiza al ser humano es la conversión de lo caduco a lo infinito que Jesucristo nos propone. No son los afanes de este mundo que pasan tan pronto como la niebla de la mañana; no son las ataduras a la falaz y engañosa diversión que una vez acabada deja un sinsabor de amargura; no son los apetitos pasionales que prometan una felicidad aparente pero no real; no son las promesas de las propuestas interesadas de paraísos inexistentes que lo único que producen es hastío de la vida; no son los jolgorios desatados que a lo único que conducen es a la desolación; no son las modas donde la droga se convierte como en un talismán que satisface los deseo de felicidad; no son las vanas relaciones que se aprovechan del otro como si de un objeto se tratara. La mundanidad provoca un vacío interior que a la postre pasa factura amarga.
Los santos han sido sabios cuando han pasado de una forma de vivir a otra que colma el corazón y la existencia. Uno de tantos ejemplos es la conversión de San Ignacio de Loyola. Cuentan de él: “Cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un placer; pero cuando hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría” (Luis Gonçalves de Cámara, Cap. 1,5-9: Acta Sanctorum Iulii 7, 1868, 647). Es impresionante observar que la vida de los santos nunca pasa de moda porque llevan una luz que nadie la puede apagar. Pasan los siglos y los seguimos recordando. Pienso también en San Fermín que aún siendo del siglo segundo se le sigue recordando y mucha gente acude a su Capilla en Pamplona para rezar porque encuentran una paz y sosiego espiritual. Por mucho que la secularización se hace presente, la estela de luz que derraman los santos no deja impasibles a nadie. Es la fuerza de la santidad que Jesucristo nos ha proclamado y él mismo la ha vivido como signo de salvación.
Imitar y vivir al estilo de los santos nos hace revivir la alegría y la felicidad que sólo Dios nos puede conceder. San Juan Bosco decía que la base de toda santidad consiste en estar siempre alegres. La santidad no es para las personas tristes y amargadas. Ni para los que se quejan continuamente de que todo les va mal. Tampoco para los que critican a quienes no son iguales a ellos. Es la alegría que impulsa a hacer siempre el bien y perdonar a todos. La alegría que lleva a trabajar por construir un mundo más justo y más fraterno donde se pueda vivir en paz. La alegría de sentir que Dios es nuestro Padre que nos comprende y ayuda siempre. ❏

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