Muchas veces me pregunto si somos conscientes del gran regalo que hemos recibido a través de las enseñanzas de la Sagrada Escritura. Me impresiona este texto: “Ya que habéis despreciado esta palabra y habéis confiado en la opresión y la perversidad y os habéis apoyado en ellas, esa iniquidad será para vosotros como brecha ruinosa, como parte abombada en alto muro, que de repente, por sorpresa, se desploma, y se hace añicos como un jarro de alfarero destrozado sin piedad, entre cuyos trozos no se encuentra tiesto para recoger fuego del hogar ni sacar agua del aljibe” (Is 30, 12-14). Es la sabiduría que muestra el camino auténtico pues de lo contrario la necedad mundana arriba a la destrucción como el jarro del alfarero destrozado. No son las ilusiones, sin contenido auténtico, que forjarán un futuro feliz.
Sin caer en la negatividad hay una salida a lo positivo que sigue afirmando el profeta: “Seréis salvos si os convertís y estáis tranquilos; en la serenidad y la confianza estará vuestra fuerza” (Is 30, 15). La conversión es un signo vivo de sabiduría y por más que queramos justificarnos tozudamente -ante el cambio de vida- como si fuera un declinarnos a ser flojos de voluntad y falta de valentía, es todo lo contrario. Lo vemos en la misma naturaleza, en la hierba, que se doblega por su desarrollo al ir creciendo pasando por los diferentes estadios de cambios. Al final saldrá una hermosa pradera que servirá para alimentar a los animales.
Desde la experiencia espiritual también lo constatamos en personas que han dado un salto de calidad en sus vidas al cambiar de actitudes y estilo de vida. Lo vemos reflejado en la parábola del hijo pródigo: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc 15, 18-19). Es aquí donde radica la salud espiritual que consiste en un cambio de vida insulso a una vida de plenitud y alegría.
Cuántas veces lo hemos podido disfrutar con personas que habiendo vivido disolutamente y sin sentido en su vida (apresados por todos los vicios) han dado un giro copernicano y afirman: “A las enseñanzas cristianas de mi madre no las hice caso, me dediqué a todo lo más bajo –moralmente hablando- durante muchos años y, con el tiempo, he cambiado el estilo de vivir y ahora soy verdaderamente feliz. Escucho mejor la Palabra de Dios y vivo el amor de Dios en los Sacramentos y el amor al prójimo. Interiormente tengo un gozo especial”. Cuando rechazamos la Palabra de Dios sabemos que las consecuencias son muy nefastas. Por el contrario cuando dejamos que entre en la vida, entonces al estilo del agua, en tierra seca, produce frutos abundantes y generosos.
Ocurre que muchas veces nos ciega la cobardía y pensamos que la vida religiosa es algo pasado de moda o algo inútil que no va con los tiempos modernos. Todo lo contrario puesto que hace que la vida tenga sentido en sus entrañas y hace saltar un gozo tal que vivimos la novedad que no tiene fin: la vida en Jesucristo. “Por tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: lo viejo pasó, y ha llegado lo nuevo” (2Cor 5, 17). No hay novedad mayor puesto que todo pasa en la vida, pero queda la vida en la Vida que es Cristo: “Para abandonar la antigua conducta del hombre viejo, que se corrompe conforme a su concupiscencia seductora y para renovaros en el espíritu de vuestra mente y revestiros del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 22-24). Quien se ha revestido de Cristo se ha revestido del hombre nuevo, de ese hombre nuevo que Dios ha creado. Nos hace más humanos puesto que vivimos la vocación a la que hemos sido llamados: la santidad que es la caridad perfecta. ❏

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