Ante mi relevo por el nuevo Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

En esta transición que ahora se abre seguiré, por deseo del Santo Padre Francisco, cuidando con cariño de la Iglesia que peregrina en Navarra como su Administrador Apostólico hasta que el 27 de enero nuestro nuevo pastor, D. Florencio Roselló Avellanas OM, sea ordenado obispo en la Catedral de Pamplona y ciña la mitra de San Fermín, momento en que pasará a ser para nosotros el sucesor de los apóstoles.

Los más de 16 años entregados al servicio de esta Iglesia particular de Pamplona y Tudela como pastor de la misma han constituido en mi vida la etapa más prolongada empleada en un servicio pastoral y, además, el último tramo de mi servicio episcopal. Ha sido, sin duda, uno de los períodos más intensos de mi vida y que más honda huella han dejado en mí.

Echando la mirada atrás recuerdo los primeros momentos de mi llegada a esta querida tierra de Navarra para suceder al Cardenal D. Fernando Sebastián: tenía yo 16 años menos; era un momento en el que encontraba todavía en plenitud de facultades, venía con la experiencia de párroco en los pueblos de Burgos, o en las parroquias de los barrios de Madrid, con el recorrido como formador y director espiritual de las jóvenes vocaciones sacerdotales en el Seminario de Madrid y con la sorpresa del servicio episcopal en la diócesis de Osma-Soria y en el Arzobispado Castrense. Siendo por entonces, al mismo tiempo, Director Nacional de Obras Misionales Pontificias. Navarra evocaba en mi corazón la colosal figura de San Francisco Javier y la labor de los misioneros originarios de esta tierra. Llegaba a ella, sí, con ganas de trabajar, de conocer, de escuchar, de servir y acompañar. Se abría ante mí un territorio de 10.000 km2, que debía recorrer, un espacio variado en su geografía y en la idiosincrasia de sus gentes, conscientes de la riqueza cultural y espiritual amasada en una rica historia y manifestada en multitud de tradiciones y vivencias comunitarias. En la raíz de todo ello la fuerza de la fe cristiana, que asoma por tantas rendijas del tejido social de nuestra tierra, pero que, al mismo tiempo, al igual que en otras latitudes de la vieja cristiandad, parece desdibujarse o perder relevancia ante las corrientes hoy imperantes. ¿Cómo responder, desde la conciencia de mis limitaciones y apoyado, no en mis fuerzas, sino en el Señor, a las necesidades y a las tareas que se planteaban?

Como inquietud permanente en estos años ha venido una y otra vez a mi espíritu la urgencia de impulsar esa nueva evangelización, a la que nos animaba san Juan Pablo II, o de proponer la perenne novedad del Evangelio sin dejarnos robar la esperanza, en palabras del actual pontífice Francisco. Desde el primer momento se alzaba también el desafío planteado por ese “humanismo sin Dios”, ese “humanismo excluyente y exclusivo”, que a la postre “es un humanismo inhumano” para usar las palabras de Benedicto XVI, inspiradas a su vez en las de san Pablo VI.

En este sentido, he procurado poner en el centro de la vida diocesana la primacía de la persona de Jesucristo y de su Evangelio: promoviendo el encuentro con Él en la Eucaristía, la adoración eucarística, el sacramento de la penitencia, la dirección espiritual o la práctica de los ejercicios espirituales. Y sin olvidar que de ese trato brota la comunión, la fraternidad y el impulso de la caritas como fuente de renovación social y servicio a los más necesitados.    Por otro lado, creo que Dios me ha liberado de la excesiva preocupación por la salud y el bienestar, así como de la pereza para coger el coche: eso me ha permitido presentarme en los rincones más recónditos de la Diócesis, buscando el trato y la cercanía familiar con las personas, intentando hacerme presente en las parroquias de los pueblos y las ciudades, con motivo de confirmaciones, funerales de sacerdotes, fiestas y romerías, visita pastoral, entradas de nuevos párrocos o encuentros y diálogos personales. Un periodo dónde la labor generosa de los sacerdotes han trabajado por las Unidades de Atención Pastoral como signo de comunión fraterna y mejor servicio a los fieles.También he podido acercarme a hospitales, residencias y comunidades religiosas. Momentos de compartir con los religiosos/as en sus tareas de educación y entrega por evangelizar.  Y he comprobado en todos estos ámbitos la riqueza de la vida de la Iglesia y la entrega conmovedora de los religiosos y laicos. Y cuánto debo agradecer a los agentes de pastoral y catequistas su disposición y ternura a favor de los más pequeños, jóvenes y familias.

He querido tener a los sacerdotes, mis primeros colaboradores en el servicio al Pueblo de Dios, en el centro de mis preocupaciones: les tengo tanto que agradecer… El Señor me ha regalado poder ordenar a una cuarentena de sacerdotes y ver a tres miembros de nuestro presbiterio diocesano ser llamados al ministerio episcopal. Es, sin duda, una de las grandes alegrías que me llevaré de Navarra.

Os doy gracias a todos los navarros, empezando por los servidores y trabajadores de la Curia diocesana, por tanto bien recibido y pido perdón por todo aquello en lo que no he estado a la altura de las circunstancias que han sobrevenido en distintos y diversos momentos.

Nos toca ahora orar por D. Florencio, acogerlo y tenderle nuestros brazos en esta nueva etapa, un tiempo para reconstruir y fortalecer el vigor misionero de los corazones y de las estructuras diocesanas, para impulsar el plan pastoral y la participación a la que nos llama el Sínodo en curso. Lo ponemos todo en el Corazón del buen Jesús, de la mano de Santa María, la Virgen de la Merced, la que rompe las cadenas, y de nuestros patronos San Fermín y San Francisco Javier

Gracias a todos. Eskerrik asko.

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