El cajón de sastre

Etiopía. “No podemos hacer grandes cosas, sólo pequeñas cosas con gran amor”. Son palabras de la Madre Teresa de Calcuta que cobran todo el sentido cuando formas parte de un proyecto de cooperación en un país en vías de desarrollo. Este verano he tenido la oportunidad de viajar a Etiopía, [pullquote1]»Las pequeñas cosas con gran amor»[/pullquote1] África, para ayudar en una de las muchas casas que las Misioneras de la Caridad, fundadas por Madre Teresa, tienen repartidas por todo el mundo. Un total de 26 voluntarios con edades comprendidas entre los 19 y los 32 años, y de ocupaciones dispares que bajo la organización de Santiago Garisoain, párroco de Lumbier, hemos invertido un mes de nuestras vacaciones en ayudar a los más necesitados. Las motivaciones que empujaron a cada uno de los voluntarios a viajar a un país en el que casi el 80% de la población vive con menos de dos dólares al día fueron variadas. Pero todos coincidimos allí con un fin común: ofrecer nuestra ayuda en aquello que se nos pidiera o hiciera falta.

Al llegar allí uno tiene la sensación de que todo funciona mal, de que los parámetros por los que se rige la vida diaria están mal ordenados y de que la injusticia empapa hasta el aire que se respira. Sientes la necesidad de llevar a cabo grandes proyectos que ofrezcan soluciones a los problemas tan evidentes con los que conviven. Pero es en ese momento cuando la frase de Madre Teresa cobra todo el sentido. Cuando te das cuenta de que las grandes acciones son difíciles de llevar a cabo y conllevan un gran peligro pues pueden empeorar, si cabe, la situación. Es cuando te das cuenta de que «las pequeñas cosas con gran amor» son capaces de cambiar muchas cosas. Las que sigilosamente y, la gran mayoría de las veces, anónimamente configuran el cambio.

Nuestros destinos fueron dos. Un grupo se instaló en Jimma, a 9 horas al suroeste de la capital, y otro en Bale Goba, a 12 horas al sureste. Yo estuve en Bale Goba. Una pequeña región rural cercana a las montañas de Bale a más de 2.000 metros de altitud. La casa de las «sisters» era un complejo bastante amplio que además de albergar a más de 250 enfermos entre hombres y mujeres, era también durante el año un colegio para los niños de los pueblos cercanos. Con la ayuda de algunos trabajadores y trabajadoras 4 monjas llevaban las riendas de la casa, haciéndose cargo de todas las labores que una casa así conlleva. Los enfermos divididos en diferentes pabellones para cada sexo presentaban diversas enfermedades psíquicas y físicas. Desde atrofias hasta síndromes de dífícil tratamiento. La mejor forma de describirlo es un «cajón de sastre» en el que las Hermanas atendían a las personas que nadie quiere con un amor incalculable.

Las labores que llevamos a cabo nosotros allí distan mucho de ser grandes acciones. Jugar con un niño, bailar con una niña, pintar las uñas a una mujer, limpiar unos pantalones o dar de comer a un enfermo pueden parecer acciones fútiles a la vista de los grandes problemas que tiene el país. Pero se [pullquote1]“No podemos hacer grandes cosas, sólo pequeñas cosas con gran amor”[/pullquote1] convierten en grandes acciones cuando el niño con el que juegas esta sólo el resto del año, cuando la niña con la que bailas fue abandonada a su suerte, cuando la mujer a la que pintas las uñas no tiene una amiga que se las pinte o cuando los pantalones que limpias son los de un enfermo de distrofia muscular que no puede disponer de una silla de ruedas y que tiene que arrastrarse por el suelo. El día a día en la casa no acarreaba grandes labores humanitarias ni grandes campañas. Solo atender a los enfermos en sus necesidades más cotidianas como comer, asearlos o simplemente darles la mano.

Un mes en un sitio así es capaz de dar a luz una nueva forma de pensar. Una mentalidad que choca fuertemente con la realidad que vivimos en el día a día. Pensamientos que colisionan con nuestro mundo al volver. Todo parece falso e irreal en contraste con lo allí vivido. Pero no podemos caer en la crítica o la tristeza. Esta nueva mentalidad y el choque de estos dos mundos tiene que ser el germen de un compromiso personal para traer el cambio a nuestro entorno. Coger lo peor de cada mundo y sustituirlo por lo mejor del otro.

A pesar de que la brutalidad de las condiciones de vida allí mina la sensibilidad de cualquiera, cuando se hace con amor el trato a estos enfermos se convierte en una acción muy gratificante. Una sonrisa recibida por uno de ellos vale mil veces más que el esfuerzo que ha supuesto curarle una herida o limpiarle, por muy desagradable que pueda llegar a ser. Y precisamente esto hace que el momento más duro sea el momento de marcharse. Después de un mes conviviendo con ellos. Observando y formando parte de su modo de vivir. Después de haber llegado a entender, muy superficialmente, su modo de enfrentarse a la vida y su concepción del mundo el momento de la vuelta a casa fue el momento más duro. La incertidumbre de qué pasará cuando nos vayamos es tan fuerte que el propósito de volver en otra ocasión, lo más cercana posible, se alberga en tu cabeza tan fuertemente que ya es imposible despegarla.

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