500 AÑOS DE LA REFORMA LUTERANA
Prof. José Ramón VILLAR
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
Introducción
Rememorar la Reforma en su quinto centenario puede hacerse con varios enfoques. Por ej., se podría hacer el recuento histórico de los acontecimientos del momento, o de las consecuencias religiosas, culturales, sociales y hasta políticas y económicas de esta grave ruptura del occidente cristiano. O bien se podrían analizar los presupuestos filosóficos y teológicos que llevaron a Lutero a poner en crisis la tradición católica. O también se podría exponer la teología actual del luteranismo o del protestantismo en general. Probablemente ustedes habrán tenido ocasión en estos meses de leer o escuchar consideraciones sobre la Reforma desde esas perspectivas que acabo de mencionar, de las que se han hecho eco las revistas de divulgación y las publicaciones especializadas.
Mi objetivo es más modesto y complementario con los anteriores puntos de vista. Mi perspectiva es comentó brevemente el modo como se ha relacionado el Catolicismo con la Reforma protestante. Hoy estamos en una época de “diá-logo ecuménico” entre católicos y protestantes. No siempre ha sido así; más bien, lo contrario. ¿Cuál ha sido a lo largo de estos cinco siglos el modo de re-lacionarse Catolicismo y Protestantismo?
1. La forma polémica o controversista
Las primeras relaciones entre católicos y protestantes adoptaron el estilo que suele llamarse de “controversia” o de “polémica”. Se trata de un género ya co-nocido desde los orígenes de la Iglesia. Basta recordar las numerosas obras de los primeros tiempos encabezadas por el título “Contra Iudeos, Iuliano, Cel-so… Adversus Marcionem, Adversus haereses,…”.
Este género fue muy virulento en la confrontación inicial entre ambas par-tes, católica y protestante. No obstante, hay que advertir diferencias entre sus cultivadores, de modo que no deben equiparase los escritos panfletarios de unos y de otros -que los había y muchos- con obras tan notables como el tratado De Controversiis de san Roberto Bellarmino, de parte católica, o los escritos de Chemnitz, de parte protestante.
¿Qué característica tiene este estilo polémico? Hace años contestaba el P. Le Guillou, célebre ecumenista francés: “la lógica de este género de controversia consiste en desarrollar y justificar la oposición por sí misma”. Cada interlocutor quiere legitimar su posición, sin admitir la parte de verdad que pueda tener el otro. Al contrario, se resaltan las contradicciones del oponente. Se emplea un tono violento. No siempre se excluye el desprecio del contrario. Según los casos, se siembran dudas sobre la honradez de los adversarios, y no falta la crítica a su vida privada, o a la decadencia moral que provocan sus ideas. Como es lógico, el resultado es la irritación de los oponentes y la ausencia de todo intercambio pacífico.
Se puede comprender que la gravedad de los problemas debatidos y de la ruptura religiosa provocase esa confrontación apasionada. Obviamente no era fructífera ni sostenible. Con el tiempo surgirá otro estilo de relación motivado -entre otras cosas- por el ansia de paz religiosa en la Europa de los siglos XVII y XVIII.
2. El método “irénico”
Ese nuevo estilo fue el llamado “método irénico”, que aspiraba a poner de re-lieve el patrimonio común entre católicos y protestantes. Lo cual, en principio, es bien razonable. Como iniciador de esta tendencia suele citarse al protestante Pierre Jurieu quien, a finales del s. XVII, proponía la teoría de los “artículos fundamentales”. Según él, habría que identificar aquellas creencias comunes que garantizan la identidad cristiana “fundamental” de una Confesión (la fe trinitaria y cristológica), y considerar las diferencias entre las diversas Confesiones como aspectos “accidentales” propios de cada una, sin pretender imponerlas a las demás (por ej., las relativas a los sacramentos o al ministerio eclesial). Pero el problema surgía a la hora de identificar esas verdades fundamentales o principales, y las accidentales o secundarias. Una Confesión cristiana puede sostener una verdad como principal y otra, sin embargo, considerarla accidental. De hecho, la parte católica no aceptaba lo que denunciará como un “falso irenismo” o indiferentismo.
Sin duda, hay un “verdadero irenismo” admisible para el sentir católico, que es partir de lo que ya une a las Confesiones cristianas; no porque ese denomi-nador común sea “fundamental” y lo demás “secundario” –como sostenía Ju-rieu-, sino porque sólo partiendo de las dimensiones centrales del Misterio cristiano se puede comprender el sentido de otros aspectos particulares de la fe. Esta es la metodología seguida en los diálogos ecuménicos oficiales de la Iglesia Católica, y se basa en el principio de que existe un orden o “jerarquía de verdades” en la totalidad orgánica del Misterio revelado (UR 11).
3. El género comparativista o “simbólico”
Otra forma de relación entre Catolicismo y Protestantismo aspiraba a identifi-car, mediante la comparación de las respectivas Profesiones de fe (Símbolos), la intuición o idea esencial de cada una de ellas. Se investigaba la génesis y la lógica interna de una idea fundante que conduciría necesariamente a unas consecuencias, y de ese modo encontrar la “diferencia fundamental” para ir a la raíz de ella.
Este género ha estado vigente hasta nuestros días, por ej., en las discusiones recientes sobre la “diferencia fundamental” (Grunddifferenz) entre catolicismo y protestantismo. Pero arranca ya en la época de la Ilustración, cuando el católico Bossuet consideraba que la diferencia radical es la idea sacramental de revelación (el catolicismo), o espiritualista (el calvinismo); el luteranismo se hallaría en medio de ambos. En el siglo XIX, el protestante Schleiermacher, entendía que el Protestantismo “hace depender la relación del individuo con su Iglesia de su relación con Cristo”, mientras que en el Catolicismo sucede lo contrario. También en esa época Johann Adam Möhler centraba la diferencia en la antropología: para los católicos la santidad de Adán es don sobrenatural, y por eso su caída no afecta a la naturaleza; para los protestantes, en cambio, su santidad sería un don natural, y de aquí que el pecado de Adán dañe enteramente la naturaleza humana.
Años más tarde el protestante H. Mulert consideraba el Catolicismo como una “religión comunitaria, religión eclesial, religión de Iglesia”, a diferencia del protestantismo, que estaría determinado por el principio material de la justificación sólo por la fe, y el principio formal de la Escritura como única autoridad; ambos principios reflejarían un único principio: “el señorío de Dios”. Entrados en el siglo XX el protestante P. Tillich veía el Catolicismo como una religión sacramental, orientada a la objetivación de lo sagrado, donde queda mediatizado el acceso del creyente a Dios. El Protestantismo, en cambio, interpretaría el evangelio proféticamente y la vía a Dios estaría abierta de modo inmediato para cada creyente. Por parte católica, el teólogo alemán E. Przywara, veía la divergencia radical en que el Protestantismo niega la causalidad segunda de las criaturas; en cambio, el Catolicismo entiende que Dios puede proporcionar operatividad autónoma a las criaturas. Se podrían multiplicar las referencias.
Como vemos, el estilo de relación entre Catolicismo y Protestantismo había evolucionado: de la polémica a la búsqueda de lo común, o bien centrarse en la raíz de las diferencias, etc.
Pero había otro asunto decisivo que gravitaba sobre las relaciones entre católicos y protestantes, y era la manera de comprenderse en cuanto separa-dos: ¿cómo comprender los católicos a los protestantes, y los protestantes a los católicos? ¿Herejes vitandos? ¿Infieles al Evangelio? Como recuerda el Decr. Unitatis redintegratio 1, que cada grupo cristiano se considera la verdadera “herencia de Jesucristo” (UR 1), y en consecuencia la verdadera “Iglesia de Dios”. El motivo que llevó a la ruptura es que se considera que sólo es posible vivir con autenticidad el Evangelio mediante la separación de quienes presuntamente no han mantenido la pureza evangélica de la Iglesia de Jesús. No se entendería la Reforma, por ej., sin la convicción protestante de que la Iglesia “romana” había dejado de ser la verdadera Iglesia a causa de sus “novedades”. En los artículos de Esmalcalda de 1537, que siguen formando parte del corpus vigente de textos confesionales luteranos, Lutero escribía sobre los católicos: “Revera non sunt ecclesia”, no son realmente la Iglesia. La Iglesia Católica (sostiene el protestante E. Jüngel en nuestros días) se habría apartado de la Iglesia de Jesucristo no tanto a causa de “carencias”, sino más bien a causa de “excesos”. Pero también de parte católica la consideración hacia los protestantes ha sido la de “herejes” o la designación más benevolente de “disidentes”, o la más neutra de “acatólicos”. Apenas se valoraba su condición de bautizados. Con tales presupuestos, y como ilustra la historia, a lo más que se llegaba era a una convivencia interconfesional distante y fría. Era necesario repensar el marco teológico de las relaciones entre ambas confesiones. Es lo que hace el Vaticano II.
4. El Concilio Vaticano II
Para comprender el alcance de la enseñanza conciliar, hay que recordar el mo-do como afrontaba el problema de las separaciones la teología escolar inme-diata al Concilio. La apologética católica era muy negativa respecto de las Iglesias separadas en general, y especialmente con las Comunidades protestantes.
Valga un botón de muestra. Cito unas palabras de un célebre orientalista, el francés Martin Jugie, que reflejan la tesis católica habitual hasta el Concilio. El autor se refiere a las Iglesias Ortodoxas, pero lo que dice es aplicable con ma-yor razón a las Comunidades protestantes. Dice así:
“Todas las Iglesias disidentes, precisamente en cuanto organismos religio-sos, son totalmente inútiles en orden a la salvación; todavía más, han de ser consideradas como grandes obstáculos para la salvación e instrumentos de muerte, en cuanto retienen a los hombres lejos de la verdadera arca de salvación. Si bien pueden ser provechosas para aquellos de sus fieles que se encuentran en el error de buena fe y bien dispuestos, y les pueden comuni-car la vida divina, esto sucede per accidens, es decir, en cuanto que, por dis-posición de la divina providencia, o también por positiva voluntad de la Igle-sia verdadera, son asumidas en ciertos casos como mero instrumento o canal para otorgar dones espirituales. Pues por sí mismas (ex se) carecen de toda gracia espiritual que transmitan a las almas; todo aquello que retienen de los tesoros de la Redención manan de la Iglesia verdadera, y pertenecen a ella como bien propio”.
Según esta tesis es posible la salvación individual en las Iglesias y comuni-dades separadas de Roma; pero eso sucede per accidens, es decir, a pesar de ellas, pues por sí mismas (ex se) carecen de eficacia espiritual alguna. Y esto se dice de las Iglesias ortodoxas, a las que la tradición católica concedía el nombre de “Iglesias”…, término que no se aplicaba a las Comunidades protestantes. Como es fácil advertir, la Iglesia Católica, asentada en la pacífica posesión de la verdad, apenas se sentía interpelada por la realidad cristiana ya existente en los bautizados separados (protestantes u ortodoxos). De ellos se consideraba solo su estado de separación; sus Comunidades nada bueno tenían como tales, y más bien eran instrumento de muerte puesto que los separaban de la verdadera Iglesia. De modo que sólo cabía orar y trabajar para el retorno de los “disidentes”, individualmente o en grupo, cuando movidos por la gracia cayeran en la cuenta de su grave situación, y regresaran al hogar del que salieron. Era el método llamado “unionismo”, que era promovido con buena voluntad, pero con presupuestos difícilmente aceptables, porque no consideraba los elementos positivos que existían a pesar de la separación.
En la primera mitad del s. XX la teología católica más implicada en el inci-piente Movimiento ecuménico puso de relieve la necesidad de honrar la verdad completa. Contribuyeron también a una evolución del planteamiento las incipientes iniciativas ecuménicas de personas, grupos católicos o revistas como Irénikon, Istina, Catholica, o las semanas de oración por la unidad (P. Coutourier). No cabe olvidar, además, la importancia de las experiencias de fraternidad, colaboración y conocimiento mutuo entre católicos y protestantes con ocasión de los dramas bélicos del siglo XX, en los campos de concentración, en los movimientos de resistencia, o en los exilios forzados, etc. Todo ello, llevó a repensar, como dijimos, la aproximación al problema de la separación cristiana. Es lo que hizo el Concilio, al abordar tres cuestiones.
a) En primer lugar, la relación de la Iglesia Católica con los protestantes in-dividualmente considerados.
La enc. Mystici Corporis (1943) consideraba miembros de la Iglesia a quien poseían en integridad los tres vínculos visibles de unidad: profesión de la fe católica, celebración de los mismos sacramentos y sujeción a los mismos pas-tores, particularmente el Papa. Si faltaba alguno de esos vínculos se estaba “fuera” de la Iglesia Católica, que a su vez se identificaba pura y simplemente con el Cuerpo Místico de Cristo. Según la noción de miembro de la Iglesia con la que trabajaba la teología al uso, o se es miembro, o no se es. No cabía un “entre dos”. O todo o nada. Parecía aplicarse análogamente el principio moral “bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu”. No se valoraba el Bautismo en estas Comunidades que -por lo demás- la Iglesia Católica reco-nocía como válido… De hecho se equiparaba la situación de un protestante (o la de un ortodoxo) a un no cristiano: todos ellos se encuentran “fuera” de la Iglesia.
El Concilio, en cambio, trató la cuestión de la pertenencia a la Iglesia según grados de una incorporación ya iniciada con el Bautismo. El Bautismo, dirá, “constituye un poderoso vínculo sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado”, de modo que “quienes creen en Cristo y recibieron el bautismo debidamente, quedan constituidos en alguna comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia Católica” (UR n. 3). Así pues, todos los bautiza-dos están en comunión más o menos perfecta -según su Comunidad de perte-nencia- con la Iglesia Católica.
b) Lo cual llevaba a la segunda cuestión: precisar el valor de esas Comuni-dades separadas en cuanto tales. El Concilio lo hace en dos pasos
Primero reconoce que “de entre el conjunto de elementos o bienes con que la Iglesia se edifica y vive, algunos, o mejor, muchísimos y muy importantes pueden encontrarse fuera del recinto visible de la Iglesia Católica” (UR 3). ¿Cuáles son esos bienes? Lumen gentium n. 15 dice, sin pretensión exhaustiva, que “muchos honran la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios Salvador; están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y además aceptan y reciben otros sacramentos en sus propias Iglesias o Comunidades eclesiales [Todo ello se aplica a los protestantes]. Muchos de entre ellos [ahora se refiere a los ortodoxos] poseen el episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen, Madre de Dios. Añádase a esto [y se aplica a todos] la comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, e incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, ya que Él ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias, y a algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre”.
El Concilio da un segundo paso. Esos elementa o bona Ecclesiae presentes en las Comunidades separadas tienen la fuerza salvífica que “deriva de la mis-ma plenitud de gracia y de verdad que fue confiada a la Iglesia Católica”, y concluye: “Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación” (UR 3).
c) Comparemos esta enseñanza con la tesis antes mencionada.
1º La tesis reconocía la posible eficacia salvífica de las Comunidades separa-das; y afirmaba que eso sucedía per accidens, a causa de la libérrima provi-dencia divina; es decir, esa eficacia salvífica no derivaba de ellas mismas, sino de “todo aquello que retienen de los tesoros de la Redención”, y que “manan de la Iglesia verdadera”. Esta idea de los “tesoros que manan de la Iglesia verdadera” el Concilio la acoge con la fórmula “bienes o elementos de Iglesia”, cuya virtud salvífica deriva de la plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia Católica. En este punto el Concilio no afirma nada diferente de lo dicho en la tesis.
2º Pero el Concilio va a desplegar con coherencia lo que la tesis simplemente no desarrollaba. Porque si la virtud salvífica que alcanza a los cristianos separados deriva de “todo aquello que retiene” su Comunidad, según decía la tesis, entonces no puede decirse que esas Comunidades como tales “carecen de toda gracia espiritual”. Si esas Comunidades, decía la tesis, “son asumidas en ciertos casos como instrumento o canal para otorgar dones espirituales”, entonces hay que concluir con el Concilio que “el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación”. En definitiva, que esa salvación no sucede a pesar de las Comunidades, sino precisamente mediante ellas.
El Concilio explicita lo que ya contenía la tesis, pero que la teología de la época no lo explicitaba porque estaba dominada por un espíritu de polémica más atenta a los elementos separadores que a los elementos de unidad. Es un ejemplo de la “reforma en la continuidad” que Benedicto XVI atribuía al ma-gisterio del Vaticano II.
Naturalmente con tales afirmaciones el Concilio no renuncia a la autocon-ciencia católica sobre la subsistencia de la única Iglesia en la Iglesia Católica (cf. LG 8). De hecho, el Concilio recuerda que “solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de la salvación, puede conseguirse la plenitud total de los medios salvíficos. Creemos que el Señor entregó todos los bienes de la Nueva Alianza a un solo Colegio apostólico, a saber, el que preside Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra, al que tienen que incorporarse plenamente todos los que de alguna manera pertenecen ya al Pueblo de Dios” (UR 3). No se renuncia a la convicción católica. Pero a la vez se reconoce en las Comunidades separadas la presencia de la Iglesia de Cristo mediante los bienes y elementos “católicos” que existen en ellas.
Este hecho es decisivo para la nueva actitud de la Iglesia Católica en relación con los protestantes y sus Comunidades, que a partir de este momento el Con-cilio califica, con toda intención, de Comunidades “eclesiales”. Es éste otro punto importante.
El Concilio no llama a las Comunidades protestantes “Iglesias” en el sentido teológico pleno de la palabra, porque carecen de la sucesión episcopal y de la Eucaristía (cf. UR 22). Pero tales Comunidades no son una mera agrupación amorfa de bautizados; precisamente son cristianos gracias a sus Comunidades, en las que reciben muchos bienes de la Iglesia; son instituciones que partici-pan de la eclesialidad de la condición cristiana, aunque de modo imperfecto, porque, en la medida de los elementos eclesiales que poseen, la Iglesia de Cris-to se hace operativamente presente en ellas (cf. Enc. Ut unum sint, 11). Por eso, el Concilio usó la fórmula “Comunidades eclesiales”.
Este punto fue objeto de polémica cuando el año 2000 la Decl. Dominus Ie-sus recordó que “las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episco-pado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido propio” (n. 17). Esta afirmación levantó una polvareda, algo injustificada, en mi opinión, porque está en coherencia con la enseñanza con-ciliar; por otra parte, valoraciones semejantes no son desconocidas en el Mo-vimiento ecuménico. Por ej., el Consejo Ecuménico de las Iglesias se describe a sí mismo como agrupación de “Iglesias, Denominaciones y Comunidades”, de modo que en el seno del Consejo existen cualificaciones teológicas diferentes.
El asunto no es una simple discusión nominal, sino que atañe al fondo del problema planteado por la Reforma, y que arranca de tiempo atrás. Según de-cía ya Adolf von Harnack, la Reforma y su evolución posterior se orientó en un sentido diferente del católico; y el erudito alemán concluía que “el Protestantismo debe confesar con firmeza que no quiere ser ni puede ser una Iglesia como la Católica; que rechaza cuales sean autoridades formales, y que se basa exclusivamente en la huella impresa que provoca el mensaje del Dios Padre de Jesús y Padre nuestro”.
Así pues, la cuestión es si la teología evangélica ha desarrollado una noción de Iglesia diferente de la católica. De hecho, algunas voces protestantes recientes dicen no pretender que la Iglesia Católica reconozca que las Iglesias evangélicas son “Iglesia” en el mismo sentido que lo es la Iglesia Católica, y no aceptan “la noción teológica de Iglesia en sentido católico”. “Se discute que seamos Iglesias en el sentido romano-católico -decía en el año 2007 un alto responsable de la Iglesia Evangélica Alemana-. Pero eso tampoco lo discuti-mos. Las Iglesias Evangélicas son Iglesias de otro género (Typs)”. De parte católica se ha sugerido, por ej. W. Kasper, considerarlas Iglesias “de otro tipo”, o “de otra manera”, o Iglesias en sentido “análogo” al católico. Según el Papa emérito, cuando no se da la sucesión episcopal y la integridad del misterio eu-carístico, “surge un tipo distinto, una nueva manera de comprender la Iglesia”. Y explica que la fórmula “Comunidad eclesial” expresa que las Comunidades protestantes “son Iglesia de otra manera”, “no precisamente -como ellos mismos dicen-, de la misma manera como lo son las Iglesias de la gran Tradición de la antigüedad, sino a partir de una nueva comprensión”.
Naturalmente, atañe a los protestantes explicar si la Reforma se entiende a sí misma en continuidad con la antigua Iglesia, y si las Comunidades protes-tantes son la Iglesia católica “reformada”, y no “otra” Iglesia, como sostienen, por ej., W. Pannenberg y G. Wenz. O bien, por el contrario, si el Protestantis-mo ofrece un nuevo paradigma cristiano “que se delimita frente a lo católico -comenta Kasper- en virtud de una permanente diferencia ‘protestante’ funda-mental”. De la respuesta a esta cuestión dependerá el desarrollo ulterior del diálogo y el modelo de unidad que habría que buscar. Por eso, para superar el impasse actual, como ha sugerido el luterano Harding Meyer, sería útil traba-jar en dirección a una “declaración común” sobre la Iglesia, como presupuesto necesario para clarificar la forma de unidad a la que aspiran católicos y protes-tantes.
* * *
Quisiera terminar con una consideración general. El Ecumenismo afecta a la “catolicidad” de la Iglesia, es decir, interpela a su capacidad integradora de todo lo que hay auténticamente evangélico en unos y en otros. Cada Confesión cristiana ha querido vivir sinceramente el Evangelio, con una percepción espe-cial de valores legítimos, pero llevados al extremo de negar otros valores igualmente verdaderos. Esos valores genuinos, corregidos en su unilateralidad, han de poder ser vividos en una plena comunión de fe que nos permita com-partir el mismo pan y beber del mismo cáliz, según la bella expresión de Pablo VI. Ese es el objetivo del Ecumenismo, que nos interpela a todos como un em-peño irreversible (san Juan Pablo II).