Homilía de la 24ª Jornada Mariana de la Familia en Torreciudad 14-09-2013

homilia_arzobispo_pamplona_jornada_mariana_familia_torreciudadQueridos hermanos, queridos niños, queridos jóvenes, queridos ya expertos de la vida, queridas familias, matrimonios, queridos todos. Aquí, en comunión, y en unión con Cristo, en comunión con el Papa Francisco, en comunión también con el Prelado del Opus Dei, D. Javier, y con el Prelado de esta diócesis de Barbastro, D. Alfonso, quiero transmitiros aquello que el Señor quiera daros a vuestros corazones. Él es el único que ha de brillar en medio de nosotros. Saludo al rector de este santuario, al vicario [del Opus Dei] de la zona de Navarra y también a los demás sacerdotes y capellanes, a los seminaristas, a los religiosos, a las religiosas, a todos aquellos que de una forma u otra estáis consagrados. Queridos matrimonios, sois la esperanza de la nueva evangelización.

Nos encontramos en este emblemático santuario de Torreciudad, rodeados por un espectacular paisaje del bajo Pirineo. Este año próximo, en el que va a ser beatificado el Venerable D. Álvaro del Portillo no podemos por menos que tenerle presente hoy de un modo muy especial. Al celebrar el Año de la Fe, este santuario ha sido escogido para que todo el que, recibiendo el sacramento de la confesión, comulgando en la Eucaristía y rezando por las intenciones del Papa Francisco, pueda lucrarse de la indulgencia plenaria. Y, ¿qué es la indulgencia plenaria sino conseguir que, así como los vasos comunicantes más se llenan, van pasando a aquellos que más vacíos están? Pues nosotros también, a través de la indulgencia plenaria podemos llenar los vasos de aquellos que están vacíos como son las almas del purgatorio, para que entren a formar parte cuanto antes del Cielo.

Hoy habéis venido, queridas familias, en este ambiente festivo, a este santuario mariano en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La coincidencia de la Cruz, María y las familias nos invita a elevar nuestra mirada y nuestro corazón al Cielo. Lo hacemos desde la familia cristiana, por medio de María, mirando a la Santa Cruz, que es nuestra señal de salvación. Nuestra mirada se dirige a la Cruz gloriosa de nuestro Señor Jesucristo que dijo: “cuando sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn 8, 27). En ella está la salvación. Nosotros nos gloriamos de la cruz de Cristo (Gal 6, 14).

La familia cristiana mira hacia la cruz. Siempre que miramos a la cruz se suscitan en nosotros dos sentimientos que pudieran parecer contrapuestos: amor y dolor. Sin embargo, son dos realidades que se armonizan simultáneamente en el camino de la vida de las personas, de las familias, de los pueblos y de la humanidad entera. La cruz de Jesús nos enseña que no hay amor sin dolor. Él nos amó de tal manera que se abrazó a la cruz para salvarnos. Así hizo que el dolor fuese fuente de redención. Amor y dolor son dos medios círculos que unidos forman un anillo de comprensión, misericordia, perdón, fidelidad, generosidad, fecundidad y donación total. Dentro de ese círculo se enmarca la vida de la familia cristiana. Y ahí están también vuestros anillos, vuestras alianzas.

El Evangelio ratifica esta verdad: “La mujer, cuando va a dar a luz siente angustia porque le llegó la hora, pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo” (Jn 16, 21). Hay familias ejemplares que saben crecer, uniendo amor y dolor. El 15 de junio de este año fue declarado beato el esposo Odoardo Focherini, un laico italiano, presidente de la acción católica, padre de familia con siete hijos, periodista, que salvó la vida de cientos de judíos en la segunda guerra mundial. Fue hecho prisionero y deportado. Murió mártir a los 37 años de edad en un campo de concentración nazi en el año 1944. Son admirables las 160 cartas que le escribió a su esposa desde su terrible dolor, pensando en sus hijos, animándola a llevar con fe y amor las dificultades que le venían encima en un momento difícil e incierto. En una de sus últimas cartas le escribía: “Si el Señor quiere o permite una prolongación o un empeoramiento, hágase la voluntad de Dios. Mariolina –como así se llama su esposa-, con inmutable certeza debemos dar con generosidad, aceptemos con el ánimo más sereno posible la cruz, aunque resulte más pesada en el porvenir”.

En su testamento ofrece su vida como holocausto muriendo “por la Iglesia, en comunión con la más pura fe católica, por el papa y por la paz del mundo”. Termina diciendo: “Querría ver a mis hijos antes de morir… No obstante, acepta, Señor, también este sacrificio, y protégelos Tú, junto a mi mujer, a mis padres y a todos mis seres queridos. Os ruego que digáis a mi esposa que siempre le he sido fiel, que siempre he pensado en ella y que siempre la he amado intensamente”. El anillo, la alianza nupcial, fue la reliquia oficial elegida por la diócesis de Carpi (Italia) para el beato Odoardo Focherini. El anillo, la alianza, donde se une amor y dolor. Era la original que el joven Odoardo recibió de su esposa María Elena en 1930, como prenda de amor eterno el día del matrimonio.

El anillo nupcial es el signo del amor y el dolor compartidos por las familias cristianas. Lo van aprendiendo en el día a día mirando a la cruz. Dice san Josemaría: “El camino de nuestra santificación pasa, cotidianamente, por la cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con Él no cabe tristeza. Me gusta repetir: “In laetitia, nulla dies sine cruce!”: con el alma traspasada de alegría, ningún día sin cruz” (Es Cristo que pasa, 176). Si pudiéramos contemplar aquí levantadas en esta explanada las cruces de la vida de todos los presentes, se formaría un bosque más denso y variado que las diversas especies de vegetación que nos rodean. Imaginamos esas cruces no secas y estériles, sino florecidas, fecundas en frutos y gloriosas. Son cruces de vida y salvación.

Una confidencia: la primera vez, a mis 48 años, hablando con el beato Juan Pablo II, me dijo: “Obispo, le vendrán cruces. No tenga miedo, abrácelas, pero no vacías, sino llenas de Cristo”, con aquella voz que él tenía y con aquella convicción. Y después nos fundimos en un abrazo.

Seguramente aquí hay muchas personas que llevan en su pecho la imagen de la Santa Cruz. Este signo de amor y dolor salvadores es nuestra señal más clara de identificación. Por eso preside todos los ambientes en los que se desenvuelve nuestra vida. Dice san Juan Crisóstomo: “Que nadie se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación. Llevemos por todas partes como una corona la cruz de Cristo. Todo, en efecto, entra en nosotros por la cruz. En todas partes está siempre este símbolo de victoria. De ahí el fervor con que lo inscribimos y dibujamos en nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y en el corazón. Porque éste es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad de Dios para con nosotros” (Hom. sobre san Mateo, 54).

A todos nos duelen las cruces y nos cuesta llevarlas, y a veces nos rebelamos contra ellas. Pero son parte ineludible de la andadura del ser humano sobre la tierra. ¡Ay, si supiéramos abrazar la cruz y pusiéramos más confianza en el Señor! Entonces nos irían mucho mejor las cosas. En María tenemos un ejemplo y una ayuda inigualable para llevarlas con fruto. En la Madre Dolorosa que estaba al pie de la cruz, donde colgaba Jesús, encontramos el más perfecto equilibrio entre el amor y el dolor.

Otra experiencia que os quiero contar: hace unos años, en un caserío, había una familia, un matrimonio y un hijo. El hijo se marchó de casa y se marchó de malas formas. La madre, todos los días, en la mesa, en el desayuno, en la comida y en la cena, en el mismo lugar donde se sentaba su hijo, ponía los mismos cubiertos, ponía los mismos platos, las mismas tazas, el mismo vaso… Un día un sacerdote fue a visitar a esta familia, y vio que eran tres los que comían pero veía un lugar vacío, aunque estaba el plato, estaban los cubiertos, estaba el vaso… Y no se atrevió a preguntar hasta el final de la comida. Y entonces, preguntó: “Pero, ¿es que esperaban a alguien y no ha venido?”. “Sí –dijo la madre-, a mi hijo, porque una madre no se cansa de esperar”. Aquel hijo volvió a los pocos meses, y llegó a la hora de la comida, y estaban comiendo sus padres. Cuando llegó les abrazó, todos llorando de alegría, y preguntó también: “¿Es que me esperabais?”. “Sí, hijo mío, una madre no se cansa de esperar”.

Esta es la Virgen. No se cansa de esperar. La Virgen es la nueva evangelizadora, que lleva con nosotros todo lo que nos sucede. Y por eso, confiad siempre en la Virgen. Id y llevad a vuestros hijos a la Virgen. Id y llevad vuestros problemas, vuestras dificultades, porque la Virgen siempre espera, porque una madre no se cansa de esperar. María nos enseña a vivir con la cruz de cada día. Los evangelios, la tradición y la piedad cristiana han hecho oración y enseñanza de los dolores de María. Podemos ver representados en ellos el amor y el dolor de nuestras familias. Seguramente al pensar en ellos constataréis: algo parecido ya lo hemos pasado o lo pasaremos en nuestra familia.

Sin duda habéis pensado con inquietud qué será de los hijos a quienes les queréis dar lo mejor. Han pasado por vuestras mentes, como en una veloz película, los cuidados y sacrificios por su formación, su salud y su camino en la vida. Las preocupaciones y la vigilancia para que no pierdan el amor de la familia ni se pierdan en el mal. Quizás algunos habéis perdido algún hijo. Para todos tiene María consuelo y esperanza. Escuchemos hoy las palabras de Jesús en la cruz a María: “Madre, ahí tienes a tu hijo.” Y a nosotros nos dijo en Juan: “Hijo, ahí tienes a tu Madre.”

María siempre está, siempre espera, porque nunca se cansa. Como Madre siempre está a nuestro lado y nos enseña el camino más concreto y alentador para asumir las cruces que nos toquen en la vida. Al final del camino nos dice Ella: la cruz florece en resurrección y en vida. Que la Virgen nos lleve de la mano en este nuevo curso, y en familia recemos el Santo Rosario todos los días. Las gracias serán abundantes, os lo aseguro. Y sobre todo, miremos a la Virgen e imitemos a la Virgen y oremos a la Virgen. Y pidamos de un modo especial para que haya familias santas, para que haya sacerdotes santos, para que haya religiosos y religiosas santos, para que todos vayamos por el camino de la santidad, y roguemos a la Virgen para que haya vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio -estoy seguro que de estas familias saldrán muchas vocaciones-, y para que haya familias santas. Que la Virgen, en esta sonrisa que hoy derrama sobre vosotros, os haga felices y os muestre que Ella quiere lo mejor para vosotros y para vuestros hijos.

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